La cuarentena impone ver la realidad sin confundir solidaridad con obligación

A nadie en su sano juicio se le ocurriría desmerecer el papel de la solidaridad en ningún momento ni lugar. “Hacer el bien sin mirar a quien” es algo que no se discute. Lo que debería quedar igualmente claro, es que por más solidaridad que florezca, siempre será insuficiente para atacar a fondo los problemas que contribuye a resolver. Pero cuidado con confundir solidaridad con obligación.

Eterno agradecimiento para los voluntarios, filántropos y almas nobles por que representan lo mejor del espíritu humano, el espejo en el que la sociedad debería verse reflejada. Pero cuidado con confundir solidaridad con obligación.

La solidaridad es una decisión personal, un acto eminentemente voluntario, y está motivada por numerosas razones que solo se explican a partir de convicciones, preferencias, posibilidades o pasiones. Son muy importantes para cada quien y muy poco sustentables como para basar proyectos de largo aliento y amplia cobertura.

Ese lugar le corresponde a la política y a quienes son elegidos para materializar sus visiones en el ejercicio del poder. Para estos, los funcionarios políticos a cargo del Estado, no se trata de solidaridad, sino de una obligación que es de otra naturaleza completamente diferente.

Se presume que los representantes del pueblo, guiados por la vocación de servicio y animados por el altruismo, se enfrentan a un primer desafío: establecer prioridades políticas, es decir, definir los criterios en los que se apoyarán para asignar recursos escasos a un sector de la sociedad y reducírselos a otro.

En este instante los decisores estatales saben o intuyen que congraciarse con unos los alejarán de los otros, con lo que empiezan a arriesgar su capital político.

Es entonces cuando deberán afrontar un segundo desafío: diseñar los proyectos, uno para cada uno de los asuntos antes priorizados, lo que implica disponer de datos, capacidad para interpretarlos y obrar en consecuencia, es decir, llevarlos a la práctica. Esto implica un esfuerzo de coordinación no solo interadministrativa sino también de sutileza política.

Entra en escena el tercer desafío: elegir a los colaboradores de confianza, quienes a su vez deben designar responsables por área de trabajo o por proyecto. Si nombran solo a sus conmilitones serán festejado y amortiguarán reclamos de la propia bandería, en desmedro de la tan denostada como requerida burocracia por un lado y del conocimiento experto y profesional por el otro. Amiguismo versus capacidad de gestión es un dilema clásico de la política que casi siempre se resuelve apelando más a la intuición que a la sabiduría.

El problema planteado, una vez que se cuenta con los proyectos formulados y con su correspondiente presupuesto aprobado, se verán multiplicados por cada ministerio, secretaría y dirección, encierra el cuarto desafío: la gestión, el seguimiento y la evaluación de cada uno de estos proyectos. Se podría continuar enumerando desafíos “ad infinitum”, porque de eso se trata la obligación de administrar el Estado.

Sería, entonces, más útil empezar por tomar conciencia del comportamiento real de la sociedad, porque el mayor desafío es terminar con los engaños y de una vez por todas enfrentar la realidad y reconocer que el Estado que vemos es el espejo de la sociedad que lo sostiene.
Sería la mayor demostración de solidaridad, y es acuciante.

CC/rp.


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