Afganistán: 42 años sin paz y una débil esperanza en el diálogo

Por Luis Domenianni
En Doha, capital del Estado de Catar, sobre el Golfo Pérsico, dieron comienzo las conversaciones de paz entre el gobierno afgano y los fundamentalistas del Emirato Islámico de Afganistán, nuevo nombre oficial del grupo conocido como “talibanes”.

Conversaciones particularmente difíciles entre un sector que adhiere a la democracia y otro que proclama el emirato; entre un sector que reivindica un islam moderado y otro que se muestra absolutamente intolerante; entre un sector que acepta un rol activo de la mujer en el seno de la sociedad y otro que lo niega al punto de prohibir hasta los estudios primarios para el género femenino.

¿Qué se discute, entonces? En primer término, una declaración de buena voluntad en el sentido de la búsqueda de la paz. Casi una ilusión dada las diferencias abismales entre unos y otros en materia de concepción de la sociedad y de posesión, por parte de ambos contendientes, de material militar como para continuar la guerra civil durante varias décadas más.

Agravante: ambas partes cuentan con recursos provenientes del narcotráfico, dada la preeminencia afgana en el cultivo de la amapola, materia prima para la fabricación de opio y la heroína.

Los cálculos extra oficiales –el cultivo no es ilegal, pero su refinado, sí- estiman en poco menos de 350 mil a las hectárea cultivadas con amapola; a 600 mil las personas empleadas para la fabricación del opio; a 6.000 millones de dólares el valor de la producción anual; a 900 toneladas anuales de producción de opio de buena calidad; a 25 el porcentaje estimado de incidencia sobre el Producto Bruto Afgano.

El otro punto de discusión inicial es el intercambio de prisioneros. Precisamente, este conflictivo punto llevó a la postergación de las conversaciones que debieron iniciarse el 10 de marzo pero que fueron efectivizadas siete meses después.

Cinco mil encarcelados combatientes talibanes debían ser intercambiados con mil soldados y policías en poder de los insurgentes. Con siete meses de reticencias por parte del gobierno afgano del presidente Ashraf Ghani (71 años), finalmente se llevó a cabo, cuestión que posibilitó el debut de las conversaciones de Doha.

El presidente Ghani utilizaba como razonamiento para su posición en contra de la liberación de prisioneros al hecho de su no participación en la discusión de dicho acuerdo. Se trata de una cuestión clave para interpretar el desarrollo de las conversaciones sobre cuyo éxito todos los observadores se muestran pesimistas.

Es que dicho acuerdo de liberación fue producto de dos años de conversaciones entre los talibanes y…Estados Unidos, sin presencia del gobierno afgano.

Por tanto, existe un vicio inicial: a Doha no se llega por voluntad libre de las partes, sino por la decisión de política -¿electoral?- del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, de repatriar todos o, al menos, la mayor parte de las tropas estadounidenses estacionadas fuera del país. En particular, aquellas que actúan en territorios en guerra, tales como Afganistán, Irak o la región del Sahel africano.

Fue el último día de febrero del 2020, cuando el secretario de Estado de los Estados Unidos, Mike Pompeo, firmó con el talibán sheik Abdul Hakim Haqqani, ese acuerdo que estipuló una única certeza: el retiro de todos los efectivos militares estadounidenses para mayo del 2021. O sea, menos de 9 meses.

En contrapartida, los talibanes se comprometieron a…nada. Ni un cese del fuego, ni mucho menos un desarme. Obviamente, su posición es de fuerza.

Lo máximo que es posible imaginar, como elemento que los obliga a negociar, es su intención de ser reconocidos como movimiento político, no militar, a nivel internacional. Hasta imaginan su participación en un gobierno interino.

Tal vez y solo tal vez, por ello, las conversaciones de Doha, no fracasen del todo.

Política interna
Para el gobierno afgano, el acuerdo entre el gobierno norteamericano y los talibanes es lo más parecido a una traición prolongada en el tiempo. Es que talibanes y estadounidenses conversaron durante casi dos años sin participación alguna del gobierno constitucional afgano.

Si el presidente Ghani aceptó finalmente dialogar fue para ganar tiempo. Dos razones lo impulsan a ello. Por un lado, la organización por parte de las Naciones Unidas de una conferencia internacional para la donación de fondos destinados al pago de las fuerzas militares y policiales afganas y de algunos proyectos de desarrollo.


Claro, el principal donante de fondos son los propios Estados Unidos y por tanto, hay que llegar y superar noviembre. Pero, además, noviembre es el mes de las elecciones en el país de Washington, Jefferson y Lincoln. Y, también tal vez, para el presidente Ghani, su colega Trump pierda las elecciones.

En ese caso, ¿El eventual presidente Joe Biden modificará la política afgana de Estados Unidos? Nadie lo sabe y hasta es probable que no. Pero, al menos, es una esperanza para el presidente afgano.

Un presidente afgano con –talibanes al margen- verdaderos problemas de política interna. Exiliado tras la toma del poder en Afganistán por las fuerzas prosoviéticas en la década de 1980, el antropólogo Ghani desarrolló una carrera brillante como profesor en universidades norteamericanas de prestigio tales como la Columbia, la John Hopkins o la California.

En 1991, ingreso al Banco Mundial. Fue comentarista en idioma dari de la BBC británica. Tras 24 años fuera del país, regresó a Afganistán a finales del 2001. En 2002, el entonces presidente Hamid Karzai lo designó ministro de Finanzas. Un año después retornó a la enseñanza como rector de la Universidad de Kabul. Fue candidato fallido a presidente en el 2009, para cinco años después ganar la presidencial de 2014.

En esa elección, venció en segunda vuelta a Abdullah Abdullah, con un curioso resultado de por medio. En primera vuelta, Abdullah obtuvo el 45% y Ghani el 31%, pero en segunda vuelta, Ghani se llevó el 57 por ciento y Abdullah bajó al 43%.

Abdullah Abdullah (60 años) es oftalmólogo recibido en la Universidad de Kabul. Fue consejero y vocero de líder de la rebelión contra los talibanes Ahmed Massoud. Fue varias veces candidato presidencial y primer ministro tras su derrota en 2014.

En el 2019, el presidente Ghani y Abdullah volvieron a competir. Y volvió a ganar Ghani. Solo que Abdullah no reconoció el resultado. Así, se llegó al 09 de marzo del 2020 cuando, enmarcados por una situación tragicómica, el presidente Ashraf Ghani prestó juramento en un ala del Palacio Presidencial de Kabul, la capital afgana, y Abdullah Abdullah hizo lo propio en el ala contraria.

Fue necesaria toda la presión del gobierno norteamericano para que ambos contendientes llegasen a un acuerdo, reducción de ayuda económica incluida.

¿El acuerdo? El presidente sigue como presidente y Abdullah pasa a ser el negociador jefe frente a los talibanes. Más algunos puestos en el gobierno, claro.

Con la jugada, Abdullah tiene mucho para ganar y poco para perder. Si logra la paz será nuevamente presidenciable. En caso contrario, será un opositor. Bastante para un Abdullah sospechado de vinculaciones con la corrupción que campea en el país, narcotráfico mediante.

Terrorismo
Pese a algunas desmentidas y otros tantos silencios, nadie duda que no fueron pocas las acciones militares que los talibanes entablaron contra fuerzas del gobierno, aunque los ataques contra las fuerzas internacionales, en particular las norteamericanas, estacionadas en Afganistán se redujeron considerablemente en lo que va del año.

Pero una cosa son ataques militares y otra, muy distinta, terrorismo liso y llano. Pues bien, el terrorismo campea en Afganistán pese al gobierno y a los talibanes. El gobierno lo sufre. Los talibanes, no lo combaten, pero lo miran de reojo. El pueblo, claro, lo padece.

En particular, los hazzaras. Los hazzaras conforman la tercera etnia del mosaico afgano cuyo principal componente son los pashtun (42% de la población); seguidos por los tayikos (27%); y los hazzaras y uzbekos con 9%, cada uno.
¿Por qué los hazzara? Porque los hazzara –mezcla de población autóctona con turcos y mongoles- son shiítas. Y los terroristas son djihadistas sunitas. Los terroristas pertenecen a Estado Islámico.

El 31 de enero de 2020, un informe de expertos de la ONU que buscaba precisar las consecuencias de la muerte, a través de un misil, del jefe de Estado Islámico, Abu al-Baghdadi, ocurrida en octubre de 2019, llegó a la conclusión que la amenaza terrorista se había desplazado hacia el este. Desde Siria e Irak hacia Afganistán.

El informe señala que entre la mitad y los dos tercios de los 40 mil combatientes que llegó a reclutar Estado Islámico continúan vivos. Estima en 2.500 combatientes instalados en la provincia de Kumar, fronteriza con Pakistán. Pocos son afganos. Del lado de Al Qaeda, el informe indica la presencia de 500 combatientes.

En lo que va del año 2020, por ejemplo, Estado Islámico atacó, en marzo, a la concurrencia de una asamblea política en Kabul, y asesinó a 29 personas, entre ellos mujeres y niños. Fue un acto terrorista de envergadura.


No obstante, fue superado por la irrupción, el 12 de mayo, de un comando en una maternidad dirigida por Médicos sin Fronteras, también en Kabul. Allí, el terrorismo mató a trece personas, entre ellas, parturientas, enfermeras y dos recién nacidos.

El mismo día, un hombre con un cinturón de explosivos, se auto detonó y causó la muerte de 24 personas que asistían a un funeral en la provincia de Nangarhar, también en la frontera con Pakistán. Nangahar es la base de las operaciones de Estado Islámico.

Unos días después, el 04 de junio, Estado Islámico asesina al imán de una mezquita céntrica de Kabul, en horas del rezo de la plegaria nocturna, “culpable” de contactos con el extranjero.

El componente terrorista recibe apoyo financiero y armamentístico de organizaciones djihadistas pakistaníes, más o menos toleradas por los servicios de inteligencia de ese país.

Y los atentados continuaron. Todos contra la sociedad civil. Terrorismo en estado puro. Obus sobre una escuela coránica con nueve adolescentes muertos, en Takhar, al norte del país. Más de 20 cadáveres, tras un atentado a la bomba en un mercado en la provincia sureña de Hellmand. Ataque a una prisión de Jalalabad, al este, con un saldo de 29 muertos.

Estado Islámico y, en menor medida, Al Qaeda, se convirtieron en un dolor de cabeza para los talibanes, en la medida que estos busquen la respetabilidad internacional que parecen perseguir. Tarde o temprano, deberán combatir el terrorismo que los desborda y que pasará a ser un problema común.

El otro problema en común que afecta a las tropas estadounidenses, a los efectivos afganos y a los talibanes, por igual, es la amenaza de la Corte Penal Internacional (CPI), cuya procuradora general Fatou Bensouda, de nacionalidad gambiana, logró su propósito de abrir una investigación sobre los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en Afganistán desde el año 2003.

Estados Unidos no reconoce jurisdicción a la CPI. Tampoco el gobierno afgano ni, obviamente, los insurgentes talibanes.

La reacción norteamericana quedó en manos del secretario Pompeo quién calificó a la CPI de “institución irresponsable que se hace pasar como un organismo jurídico”. No se trata solo de la respuesta de un funcionario del presidente Trump. Los demócratas también comparten el rechazo de la CPI.

Pruebas al canto. En 2002, ambas cámaras legislativas, por 397 a 32 entre los Representantes y por 92 a 7 en el Senado, aprobaron una ley denominada American Service-Members’Protection Act que prevé, inclusive, una intervención militar en caso extremo para liberar a un norteamericano detenido por una acusación ante la CPI.

Historia sin respiro
Sin contar las turbulencias anteriores, el Afganistán contemporáneo lleva 42 años continuados sin conocer la paz.

El antecedente inmediato fue el derrocamiento del ex rey Mohamed Zaher en 1973. Quedó abierta así la Caja de Pandora, de la que salió primero el asesinato, en 1978 de Mohamed Daud quién había destronado al rey y proclamado la República.

A Daud, lo sucedió, en 1978, un régimen comunista presidido por Nur Taraki quién solo duró poco más de un año en el poder y cuyo gobierno considerado demasiado extremista fue sucedido por otro, encabezado por el también comunista, Hafizullah Amin, quién hizo asesinar a Taraki, por orden de los soviéticos.

Amin corrió igual suerte, solo un año después, en 1979. Un golpe de Estado, apoyado por los soviéticos, derrocó a Amin que fue asesinado, al mismo tiempo que los primeros tanques soviéticos penetraban en el país.

Títere del Kremlin, el poder pasó a manos de Babrak Karmal, quien lo conservó hasta 1986 cuando los soviéticos lo forzaron a renunciar.

Desde 1986 a 1992, el comunista Mohamed Najibullah manejó el país. Ya sin respaldo soviético, tres años después de la caída del Muro de Berlin, el régimen comunista se hundió, con la toma del poder por parte de los talibanes y el “correspondiente” asesinato de Najibullah. Las tropas rusas habían sido retiradas por el ex presidente Mikhail Gorbachov en 1989.

Finalmente, en noviembre de 2001, el retrógrado gobierno talibán es derrocado tras una intervención internacional, avalada por Naciones Unidas y encabezada por Estados Unidos, tras el derribo de las Torres Gemelas en Nueva York, protagonizado por Al Qaeda, cuyo jefe Osama Bin Laden era huésped protegido del régimen talibán.

Desde entonces, 1978 hasta la fecha, ni un solo día de paz.
Nota:
Territorio: 652.230 km2, puesto 40 sobre 247 países y territorios dependientes.
Población: 32.890.000 habitantes, puesto.
Densidad: habitantes por km2, puesto 43.
Producto Bruto Interno: 76.158 millones de dólares, puesto 99 (a paridad de poder adquisitivo, PPA). Fuente Fondo Monetario Internacional.
Producto Bruto Interno per cápita (PPA): 2.024 dólares anuales, puesto 164.
Índice de Desarrollo Humano: 0,496, puesto 170. Fuente Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Luis Domenianni
IN/BN/rp.



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