jueves 25 abril 2024

Los cuentos de la cuarentena, “La Babel” de Agustina Pereira

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La casa de Belgrano era para Cecilia el mundo de su infancia y juventud. De afuera no se podía particularizar ningún aspecto, excepto los ventanales y una montaña verde brillante al fondo, que se intuía de la vereda un bosque frondoso y espeso.

En esa casa vivían ellos tres, Cecilia y sus padres. Recibían muchas visitas de amigos, familiares lejanos y artistas que hacían pintura, cerámica, mezclas de oficios y sobre todo tejían historias, deseos y aventuras.

Su casa tenía un gran gomero en el jardín y un galpón en el fondo, semi escondido entre aquella selva. Casi toda su infancia la transitó entre la sala y el galpón.

Con el pasar de las visitas aprendió a decir oui, merci, obrigado. Recitaba a Neruda de memoria, escuchaba historias de personajes, pueblos, y experimentaba con pintura, acuarelas o restos de cerámica.

Quizás las visitas vendrían de diferentes países, o ideas, o historias, pensaba. Ella escuchaba sobre todo en las noches en la biblioteca, donde además se guitarreaba.

La sala de casa de la calle Malasia se expandía por toda la planta baja, con sus tres ambientes diferenciados por columnas, y un gran portón de vidrio que unía a la biblioteca. Al fondo, una barra y su colección de bebidas, tan surtida como los libros, luego el último ventanal que se abría a la terraza que se perdía en una selva que terminaba en el galpón.

En la selva también había un patio, una fuente de aguas con ángeles, bancos de madera, pasando el jardín, donde sobresalían las tres palmeras, y el gomero. Al fondo un gran galpón, con ventanales enormes, cortinados oscuros y viejos, raídos, unos catres, atriles. Había cuadros, más libros, pinturas. Olores, todos particulares, y todos olían a “usado”.

Cecilia creía que abajo del galpón había una cueva de elefantes, por el olor a zoológico. Pensaba que los que iban al galpón, no soportaban el olor y se escapaban al subsuelo, como un hormiguero pero de elefantes,

Los visitantes parecían los dueños de la sala, entraban y salían, dejando vasos, libros, platos, bufandas, carteras. Además a muchos de ellos les decía bon jour, más de una vez después de decirle bon nuite. Y también se iban a aquel subsuelo imaginario, al que se bajaba en lomo de elefante, así se lo imaginaba Cecilia.

Ella conocía a todos, al detalle, aunque no hablara mucho con cada uno. Sabía los libros que recitaban, las canciones que coreaban, de quien era la cartera marrón, la bufanda azul, el gamulán clarito.

Aquel invierno llegó Antonio. La primera vez que lo vio se le puso la piel de gallina. Tenía un sobretodo negro y ojos grandes. Ella pensó que sería otra visita, pero no, sus padres lo alojaron en la casa. En una habitación al lado de la suya. Antonio era un artista más joven que los otros, y llegaba a veces por la madrugada cuando volvía de la universidad. Historia del arte estudiaba y hacía piezas de cerámica en barro, “su barro tucumano”, decía él.

La tarea de Cecilia aquel invierno fue colaborar, a pedido de sus padres, con Antonio, en la producción de las piezas de barro, que en lugar de barro tucumano, estarían hechos del barro del galpón del fondo. Él trabajaba en el galpón y ella, pendiente, esperaba las obras. Al tercer día las piezas de barro ya tuvieron pequeño tamaño y grandes ojos. Cecilia con entusiasmo, se encargaba de sacarlos y entrarlos para que se sequen. Así entre la sala, el patio y volviendo rápido al fondo, a buscar a sus enanos, como los llamaba, pasaban los días.

Caminaba de prisa con algo de frío, en bata de corderillo y pantuflas, pasando por el planterío húmedo y verde, de a uno, los alzaba a upa y los llevaba al patio, a tomar sol y secarse. Cada uno era singular y distinto, de tamaño entre chiguagua y bóxer. Cada viaje del patio al fondo y del fondo al patio lo hacía con cuidado y cierta apatía.

Antonio ya no le provocaba piel de gallina, sin embargo le parecía curioso a Cecilia: miraba mucho. Miraba de reojo las puertas de los cuartos, miraba para afuera por los ventanales detrás de las cortinas, miraba cada nueva visita, lo que traía, estiraba el cuello para ver algo más detrás de las palmeras, por la ventana del pasillo, con esos ojos verde profundo. Por esto es que ella estaba segura que no le contaría de su subsuelo del galpón, no le contaría la historia del hormiguero de elefantes.

Los enanos eran casi humanos, no por la forma sino por la mirada. Cada uno tenía ojos diferentes, redondos, grandísimos, achinados, con pestañas larguísimas, uno de ojos cerrados, y aun así parecía que miraban o que la miraban a ella. Todos. Y además tenían pensamientos diferentes. Pensaba que se parecían a Antonio, cada ojo miraba cosas distintas. Más de una vez sintió sus ojos verdes entre las hojas de gomero, observándola. Si bien Cecilia se restringiría a trasladar las piezas del taller al patio. Pensaba que Antonio era un poco como ellos, suave y áspero como su cerámica de barro, necesitaban cierta atención especial, una especie de protección.

Cecilia los movía, los conocía, no pesaban lo mismos, tendrá uno más barro que el otro, pensaba, o más o menos ideas. Lo que pesaban eran los pensamientos, estaba segura. Además de distinguirlos por sus miradas. Cada tarde de sol que pasaban, más se secaban, y más frágiles y livianos se tornaban. Cecilia los contemplaba, era su manera de cuidarlos.

Las tardes se hacían largas, la sala comenzaba a tener vida una vez que caía el sol, y las visitas escaseaban. El último domingo de aquellas vacaciones de invierno, antes que Cecilia vuelva a sus clases para terminar la primaria, guardaron a los enanos. Eran unos encargos de Antonio para mandar a algunas personas de regalo, le había contado.

Cecilia lo ayudó con cuidado, pusieron a cada uno en una caja, envueltos en plástico con burbujas y pelotillas de telgopor. Ella sabía que cada uno tenía una mirada, su hechizo, una historia de barro seco, estaba a punto de estallar.
Agustina Pereira
Politóloga, experta en formulación y gestión de proyectos con organismos internacionales
IG/BN/CC/rp.

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