viernes 19 abril 2024

Crónicas de pandemia: Jon Lee Anderson en Filba Online: cuentos de amor y de guerra

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Por Eleonora Jaureguiberry

“Muchas veces tuve que colgar el teléfono a mi editora para que me dejara de gritar. Si no le gustaba, me sacaba el hígado”, contaba en perfecto castellano el enorme Jon Lee Anderson a una audiencia que le preguntó de todo. ¿La ocasión? El primer seminario de Filba Online 2020, el festival de literatura que nació, modesto, de las entrañas de la editorial Eterna Cadencia, hizo un camino interesante en materia de contenidos e invitados internacionales, y ahora incursiona en el formato virtual.

Paradojas de la pandemia, el festival tiene más invitados internacionales que nunca. Los costos de traslados y el encastre de agendas agitadas parecen ser cosas del pasado. La “nueva normalidad” le permitió abrir con otra figurita difícil: Joyce Carol Oates, colega de Anderson en la prestigiosa revista The New Yorker, quien no hizo mucho para salir de los lugares comunes, pero conmovió cuando habló de los primeros libros que leyó en su vida (la saga de “Alicia en el País de las Maravillas” y “A Través del Espejo y lo que Alicia encontró allí”, de Lewis Carroll), obras que le hicieron entender que podía existir un mundo entero fuera de la granja en la que ella vivía. Existir, o inventarse.

Anderson es un célebre cronista de guerra. El mundo es su escenario. Conoce de primera mano la violencia en todas sus formas, y las cuenta de a una. Sus crónicas y sus perfiles son temidos (Libia, Sarajevo, Pinochet, Evo Morales, la deforestación del Amazonas), y tenidos por la opinión pública internacional por lo más cercano a la verdad.

Y mucho se habló de la verdad, o de lo que Anderson llama “el dilema ético” entre la mirada propia y la pública, que debe intentar reflejar la realidad de manera, si no objetiva, imparcial. El desafío es conservar el rigor y la pluralidad de voces en los eventos, siempre dramáticos, que le toca cubrir. Esto demanda un trabajo exhaustivo que vale la pena conocer.

La cosa empieza cuando Anderson plantea a su editor un tema que le interesa. En general hace tres o cuatro crónicas al año, y por lo menos una de ellas es idea de la revista. Cada nota lleva tres meses de trabajo; el primero es en el terreno, recogiendo alrededor de 40 testimonios, de los cuales 15 suelen ser centrales.
Luego organiza el material y escribe durante aproximadamente un mes. Cuando considera que “tiene algo” (y ya no sabe si es bueno o malo), lo manda a su editor, que mastica el material en silencio por tres o cuatro días. Finalmente suena el teléfono, y Anderson es feliz cuando del otro lado escucha un “considero que con este material podemos empezar a trabajar”. A veces eso no ocurre y la cosa termina a los gritos.

El New Yorker se distingue por tener un sistema de edición sin par. Cada autor tiene un editor que conoce sus atributos y sus debilidades. Su trabajo es señalar las deficiencias del texto y lo que no se hizo, y poner el acento en aquello que le interesa al lector y al propio New Yorker. El editor ayuda al cronista a salir de sí mismo: “No es para gente con ego sensible”, ironiza Anderson. Es el último mes de trabajo. La escritura se respeta, pero ese mes se dedica a las entrevistas y a la escritura adicional; en ese proceso la pieza puede cambiar. Los verificadores de datos aportan y corrigen.

He aquí el proceso en sus palabras: “Para el perfil de Evo Morales pasé un mes reportando. A Evo, a la mujer que lo sustituyó, a muchos otros. Fui a varias ciudades, fui a su pueblo natal. Después me senté a escribir. Al final se trata de reflejar la realidad de lo que uno percibe, sinceramente. Escribí qué había pasado, cómo eran los que los habían suplantado, cómo era a mi juicio el balance de su gestión. La verdad es que uno no cumple con las expectativas de todos. Estoy seguro de que a Evo no le gusta la pieza. Hay cosas escabrosas. Otras que hizo bien. El gobierno actual tampoco sale bien parado. Yo soy periodista, no soy hincha de nadie. Yo escribí lo que me parecía ser la verdad”.

El trabajo riguroso, el tiempo y los recursos invertidos, y la tarea de edición son cada vez menos comunes. “El iphone lo cambió todo”, dice Anderson tratando de sintetizar el Zeitgeist. Y no para bien. Las nuevas tecnologías propiciaron la aparición de bloggers que también venden contenidos a medios tradicionales. Son una nueva generación de periodismo mal pagado, que además elimina al fotógrafo porque usa la cámara del teléfono. A esta nueva generación le cuesta distinguir entre su causa y el periodismo, ignorando definitivamente la idea de imparcialidad. “Siento que tiene que ver con los nuevos comportamientos ofrecidos y suministrados por las nuevas tecnologías; pero también con el colapso del modelo de los grandes medios y por la democratización de la conversación”.

De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno: los nuevos actores querían competir con el periodismo profesional, pero terminaron haciendo germinar las fake news. Assange ayudó a que Trump fuera elegido. Los blogs terminaron hackeados o manipulados por los servicios de inteligencia. Anderson tampoco es inmune al espíritu de la época: en los últimos diez años incursionó en las redes sociales, y emitió opiniones que trata de mantener alejadas de su escritura. También entendió mejor el impacto de sus columnas y las reacciones que pueden provocar: “Me he dado cuenta de que tengo un montón de enemigos, sobre todo en ciertos países. Quizás si no existieran las redes, no estaría tan al tanto del odio”.

Su próxima crónica, en este momento en proceso de escritura, llevó a Anderson a Africa. “A cada guerra que he ido, yo insistí en ir. Algo existencial había allí para mí. La guerra es la cosa más terrible que hace el ser humano. Desde chico he querido entender por qué se hace y cómo se podría acabar con ella. No llegué a saber eso, pero sí he llegado a entenderla. Entiendo cómo se engendra. Y me he puesto el objetivo de plasmarlo en mi texto, y de hacerlo sentir. Si algo me dolió mucho, quiero que duela al lector también. Si algo me alegró, lo mismo. No sé si es arte, pero si logro que quede en la mente, entonces sirvió para algo”.

Jon Lee Anderson es el hijo de una autora de libros infantiles que le leía “Kon Tiki” a la hora de dormir, y de un padre diplomático que llevó a su familia a vivir a lugares tan diversos como Corea, Colombia o Taiwán. Durante su juventud seguía a su tío explorador a Alaska en los veranos. Sabemos que lo que se hereda no se roba. También sabemos que su trabajo va a perdurar.
Eleonora Jaureguiberry
Socióloga. Gestora Cultural
CC/BN/CC/rp.

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