Estados Unidos, los posibles cambios y continuaciones tras la asunción del presidente Biden

Por Luis Domenianni

Todo llega a su fin: el Congreso de los Estados Unidos certificó el triunfo electoral del próximo presidente Joe Biden y el presidente saliente, Donald Trump, cambió el tono y habló de una transición pacífica el día del “pasa manos” gubernamental.

En lugar del clásico “déjà vu” (ya visto, en francés), corresponde el “jamais vu” (jamás visto) para calificar lo acontecido con la toma –momentánea- de las instalaciones del Congreso de los Estados Unidos por parte de los “trumpistas”.

Finalmente, primó la cordura por parte de una enorme mayoría de legisladores republicanos y del vicepresidente en ejercicio, Mike Pence, quienes privilegiaron la institucionalidad y certificaron la elección del católico Joseph “Joe” Robinette Biden hijo como presidente electo –número 46- de los Estados Unidos.

La mayoritaria resistencia republicana a seguir el “jusqu’au boutisme” –extremismo- del presidente Trump parte las aguas entre el republicanismo tradicional conservador y el “trumpismo” populista, predispuesto a desdeñar el estado de derecho.

En lo inmediato, obligó al presidente Trump a aceptar –a desgano y a regañadientes- el juicio de las urnas aunque, claro, sin reconocerlo como válido. Es que sin desairar su propia tropa, el aun ocupante de la Casa Blanca debe intentar conservar el favor del republicanismo moderado, algo que no parece tarea sencilla de aquí en más.

Probablemente como la última resistencia del presidente Donald Trump antes de acceder a entregar el poder al presidente electo Joe Biden, once senadores republicanos se negaron a certificar el resultado electoral del 4 de noviembre pasado.

Una resistencia casi simbólica, si se la observa desde el punto de vista de un posible cambio de ganador en aquellos comicios presidenciales. No tanto, si se la lee como el preludio de la última batalla electoral del año: la de las senatoriales en el Estado de Georgia.

También aquí, el Grand Old Party –apelativo familiar para el republicanismo- sufrió el revés. Los dos candidatos demócratas resultaron electos aunque por un escaso margen que, no obstante, se amplifica si se tiene en cuenta que Georgia es un estado que tradicionalmente vota republicano.


Caso extraño el del Estado de Georgia. La Constitución de los Estados Unidos establece que cada estado de la unión debe elegir dos senadores. Es la cámara federal por excelencia donde se igualan las representaciones de los estados más poblados con la de los escasamente habitados.

Pues bien, habitualmente, las fechas electorales para ambos asientos de un mismo estado no coinciden. Se alternan. Pero esta vez, en Georgia, por finalización de mandato de un senador y por renuncia por motivos de salud del otro, ambos son elegidos el mismo día.

Previo a la elección, el Senado contaba con 50 miembros republicanos y 48 demócratas. Es decir que el triunfo de ambos candidatos demócratas implica un empate. Y una paridad otorga un inesperado poder a la vicepresidente electa Kamala Harris, quién cuenta con la llave para destrabar empates con su propio voto solo previsto en caso de resultados igualitarios.

Pero una mirada más allá indica que además de la batalla por Georgia y el Senado federal, los republicanos comienzan, en el estado sureño, a desandar los caminos de la próxima candidatura presidencial para dentro de… cuatro años.

Una sorpresa siempre puede ocurrir, pero todo indica que el presidente Trump, una vez agotadas las instancias para cambiar el resultado del 4 de noviembre del 2020, iniciará –nadie sabe si de manera pública o no- su camino para la candidatura presidencial del 2024.

De momento, no es tiempo de captar votantes nuevos –o de recuperar los perdidos- sino de consolidar su muy extensa base para inducir al partido Republicano a nominarlo nuevamente. De ahora en más, la batalla es interna.

Una batalla interna que juega a dos puntas. Por un lado, están los republicanos tradicionales dispuestos a recuperar el terreno que el populista presidente Trump les arrebató. Son los conservadores que creen en el estado de derecho, en la separación de poderes, herederos de una política anti racista enraizada en la tradición de Abraham Lincoln.

Por el otro, aquellos dirigentes republicanos que aceptan de muy buen grado, no solo las políticas, sino la metodología del presidente saliente, pero que aspiran a sucederlo en el liderazgo. Es el caso, por ejemplo, del hispano-cubano-canadiense Ted Cruz (50 años).

Y las edades cuentan. El presidente electo Joe Biden cumplió recientemente 78 años, finalizará su mandato con 82. No es imposible imaginar una reelección, pero no está demás pensar en un sucesor. La vicepresidente electa Harris de 56 años, bien puede ser su heredera.

De su lado, los 74 años actuales del presidente Trump abren un abanico de especulaciones sobre su futuro político. Pero los cuestionamientos de fondo no sobrevendrán de su edad, sino de su liderazgo.

El hasta ahora disciplinado partido Republicano cacheteó dos veces al presidente: con la desobediencia, a través del acuerdo interbloque con los demócratas, para sancionar el plan de ayuda económica por las consecuencias de la pandemia y cuando contrarió el veto presidencial al presupuesto de defensa tras facilitar una mayoría calificada de dos tercios.

No es descartable un futuro a tres bandas. Los tradicionales demócratas y republicanos, y un partido trumpista, populista y extremista. No será la primera vez de una tercera opción. Sí, en cambio, el surgimiento de una base militante, verticalista y fanática capaz de todo, inclusive de cargarse el estado de derecho.

Mientras tanto, una octogenaria, la representante Nancy Pelosi (80 años) fue reelecta titular de la Cámara de Representantes, aunque con algún sobresalto cuando a la totalidad de la bancada republicana que votó en su contra se unió un puñado de demócratas. Resultado final: apretado, 216 para Pelosi, 209 en contra.

Cambios sí, pero no tantos
¿Cuál será el grado de cambio que la política exterior norteamericana experimentará con la asunción del presidente electo Joe Biden? Algo sí, pero no tanto como muchos creen o esperan.

Es posible, en cambio, aunque no seguro, que los cambios en política interna sobrevengan con mayor fluidez. Sobre todo en función de la mayoría resultante del Senado, tras la elección del estado de Georgia.

Uno de esos cambios probables se refiere a la imposición. Con mayoría demócrata, el presidente electo estará en condiciones de cumplir su compromiso de incrementar los impuestos –según él- a los sectores con mayor capacidad contributiva.

Aún a riesgo de prolongar la recesión que afecta al país y al mundo con motivo de la pandemia del coronavirus, un aumento de la presión tributaria no parece “alocado” con un déficit presupuestario que se ubica en el 16 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB).

Para financiar semejante desequilibrio solo existen tres opciones: la inflacionaria de emitir dinero sin respaldo, algo que no suele hacerse en la mayoría de los países del mundo, con algunas excepciones poco serias.

Segunda opción, el incremento de los recursos a través de un aumento de los gravámenes existentes o la creación de nuevos impuestos. Tercera opción, el endeudamiento estatal en los mercados de capitales, por lo general, a través de la colocación de bonos del tesoro.

El presidente electo y la mayoría senatorial decidirán –y negociarán- la composición entre estas dos últimas opciones de financiamiento.

En materia de inmigración, es factible que los malos modales del actual presidente queden de lado. Posiblemente, la construcción del famoso muro de separación con México, aunque avanzada, no finalice. Y es probable que alguna solución se encuentre para los menores ilegales.

No obstante, imaginar una política de puertas abiertas sobre el tema es, cuanto menos, ilusoria. Más realista resulta considerar sobre la cuestión “un algo sí pero no todo, ni siquiera mucho”.

A juzgar por las designaciones en el área climática, un tema sensible para los demócratas repudiado por el presidente saliente, es esperable un avance en materia de reconocimiento de los daños ambientales.

Así, es factible asistir a compromisos sobre el medio ambiente por parte de la nueva administración tanto en materia internacional como fronteras adentro de los Estados Unidos. La designación de una amerindia en el futuro equipo encargado de la cuestión climática es prueba de ello.

Con todo, siempre habrá un límite. Es el de la economía. Medio ambiente sí, pero economía también. Una ecuación particularmente compleja, más aún cuando el país debe salir de la recesión. Fracasar en la recuperación de la economía implicará agrandar, con vistas al 2024, la imagen del presidente saliente.

Dos prioridades se fijó el presidente electo para la iniciación de su mandato: la pacificación del país y la lucha contra el coronavirus.

Lo primero no es fácil. Cierto es que su carácter, su trayectoria y sus modos, lejos están del provocativo presidente Trump. Pero no parece que con buenos modos y prudencia, aunque necesarios, resulte suficiente.

Es que para pacificar el país hace falta tener en cuenta el virus del racismo que separa a la sociedad norteamericana desde la Guerra de Secesión del siglo XIX, la lucha por los derechos civiles y el problema de la pobreza.

No es poco el avance que Estados Unidos experimentó en la materia, sin embargo la cuestión no está resuelta, ni mucho menos.

Es que el extremismo de un lado y del otro torpedea a diario la superación del racismo, ya sea negativo o positivo.

Por la negativa es el racismo de la supremacía blanca, de los WASP, White Anglo-Saxon Protestant –protestantes blancos anglo-sajones-. La sola enunciación lo dice todo.

En ese conjunto que pretende ser originario no ingresan los afroamericanos, tampoco los asiáticos, ni los hispanoparlantes, ni los italianos, ni los irlandeses, ni los eslavos, ni siquiera los originarios amerindios, por solo citar las principales minorías del país.

Por la positiva –por reacción- es el antirracismo, en particular afroamericano con no menores infiltraciones anarquistas y anti sistema. Es el que pretende revisar toda la historia y cuestionar los hechos del pasado desde una mirada del presente.

Claro que la enorme mayoría de los norteamericanos no dedica su tiempo al odio. Ni que todos los WASP son automáticamente racistas. NI que las minorías solo pretenden una revancha violenta. Más vale, todo lo contrario. Allí, entre quienes buscan la armonía, puede radicar la fuerza del presidente electo Biden para pacificar el país.

Asimismo compleja, la cuestión del coronavirus requiere de una atención inmediata que, inevitablemente, llevará a una unificación nacional de la lucha contra la pandemia.

Las cifras de contagio y sobre todo de letalidad son por demás elocuentes sobre el fracaso de la administración Trump para manejar la pandemia. Si bien los Estados Unidos solo ocupa el lugar 15 en cantidad de muertos por millón de habitantes, casi 21 millones de casos y más de 350 mil muertos obligan a una atención prioritaria.

Seguramente, la generalización de la vacunación mostrará sus efectos. Pero, en el mientras tanto, durante el primer semestre del año, el Estado federal conducido por presidente electo Biden modificará sustancialmente su no intervención actual.

La obsesión china…
No parece una incógnita. Sin temor por la equivocación, casi es posible asegurar que la política del presidente electo frente a China, no resultará muy diferenciada de la que lleva a cabo el presidente saliente.

El crecimiento económico, el desarrollo militar pero, por sobre todo, la ambición china de plantarse como súper potencia en desafío a la primacía norteamericana obligan a Estados Unidos a reaccionar.

Dicha reacción oscila entre catalogar a China como adversario o como enemigo. Una diferencia que no es menor y que incluye o excluye el recurso a la fuerza.

Imaginar una guerra entre Estados Unidos y China no es descartable. Tampoco probable. Quizás solo posible.

Ninguna de las eventuales agresiones del gobierno chino dará lugar a una confrontación armada con una sola excepción, Taiwan.

A saber, por mucho que se “cacaree” al respecto, no será la violación de los derechos humanos en el gigante asiático la razón de un enfrentamiento. Tampoco el avance de la dictadura china sobre la liberal Hongkong, ni el aplastamiento de los derechos de las minorías musulmana uigur en el Sinkiang, al oeste, o budista tibetana, al sur del país.

Ni siquiera los conflictos por la soberanía sobre el mar de China Meridional y sus islas, que la agresividad del gobierno chino y su presencia militar envuelven a Filipinas, Vietnam, Indonesia, Malasia o el sultanato de Brunei.

La clave de una eventual acción armada radica en la amenaza del gobierno comunista chino sobre Taiwan. Amenaza que gana en intensidad en la medida que la población de la isla vota mayoritariamente por el partido de la presidente Tsai, Partido Democrático Progresista, que reivindica la independencia definitiva de la Taiwan, inaceptable para el gobierno chino.

Aun así subsiste una incógnita: si China ataca Taiwan ¿la respuesta militar involucrará tropas, aviones o barcos estadounidenses? Es más factible imaginar una provisión armamentística norteamericana que, por otra parte, ya se lleva a cabo con la “venta” de drones sofisticados.

Tampoco resulta imaginable un retorno a la actitud contraria. Aquella del aislamiento norteamericano dejada de lado con las dos guerras mundiales y abandonada definitivamente tras la segunda.

De allí que la política “china” del presidente Biden aparece, a priori, como similar a la del presidente Trump. Una rivalidad sin cuartel en el terreno del comercio exterior, las inversiones y los organismos internacionales.

Pruebas al canto, la designación como representante comercial oficial de los Estados Unidos, por parte del presidente entrante, de Katherine Tai, una hija de taiwaneses, especializada en China y preconizadora de una línea dura frente al gigante asiático.

Desde las cuestiones informáticas, como la red 5G de Huawei hasta el ambicioso plan de la Ruta de la Seda, denominación del proyecto de inversiones en infraestructura que abarcan rutas terrestres y marítimas –portuarias- en el sudeste asiático, el océano Índico, Asia Central, África y Europa, marcan la agenda de la rivalidad sino-norteamericana

Sin olvidar la plataforma de video TikTok, particularmente usada por los jóvenes, y su complemento WeChat, sujetos ambas de órdenes ejecutivas del gobierno del presidente Trump sobre prohibición de remesa de utilidades provenientes de Estados Unidos, a la empresa china ByteDance, titular TikTok.

Tanto en Huawei como en ByteDance las sospechas recaen sobre las vinculaciones de ambas empresas con el espionaje y el complejo militar chinos.

Sobre todos estos contenciosos, deberá pronunciarse la administración Biden y sobre la profundización de la alianza Quad, un embrión de conglomerado militar que une a Estados Unidos con Australia, India y Japón, con la mira puesta, indisimulablemente, sobre China.

…y el resto del mundo
Contrarrestar a China implica un despliegue cada vez más universal que los Estados Unidos no parecen dispuestos a aceptar desde el punto de vista militar. De allí que la lucha por la primacía será política y económica.

Todo indica que el presidente electo continuará con la política del presidente saliente de acabar con las guerras “interminables” por el mundo. Así, es muy posible que la retirada de tropas en Irak, en Afganistán, en Somalia sea completada con la nueva administración.

También que las directivas respecto del Medio Oriente sigan la huella del presidente saliente y convaliden el acercamiento entre los países árabes e Israel, a los efectos de aislar a Irán.

En cambio, el mayor apego a la defensa de los derechos humanos y a la vigencia del estado de derecho generará situaciones de conflicto con aquellos países que no priorizan dichos valores. Así, Corea del Norte puede retornar a un modificado “eje del mal”, aquel que preconizaba el presidente republicano George Bush hijo, junto a Irán.

El abandono del populismo también endurecerá la relación con Rusia y su protegida Bielorrusia a la vez que reimpulsará el rol de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) como alianza militar defensiva-ofensiva.

Las consecuencias, probablemente, serán el mantenimiento de las tropas norteamericanas en Alemania; un respiro para los países de la antigua órbita soviética, sobre todo para Polonia y las repúblicas bálticas: Estonia, Letonia y Lituania; y una postergación de las aspiraciones francesas de encabezar la defensa europea con su fuerza nuclear.

Finalmente, en el resto de América, es factible una mejoría de la relación con Cuba, al menos a los niveles alcanzados con el presidente Obama, paralela a una degradación de las relaciones con los populistas de la región.

Finalmente, la presidencia Biden representará un retorno al multilateralismo. Pero, un multilateralismo no ciego. Difícilmente, de acá en más, el contribuyente norteamericano pague los desvaríos ideológicos de autoritarios del mundo, disfrazados de progresistas o revolucionarios.

Nota Estados Unidos:
Territorio: 9.147.593 km2, puesto 4 sobre 247 países y territorios dependientes.
Población: 332.977.000 habitantes, puesto 3.
Densidad: 36 habitantes por km2, puesto 181.
Producto Bruto Interno: 21 billones 344.667 millones de dólares, puesto 2 (a paridad de poder adquisitivo, PPA). Fuente Fondo Monetario Internacional.
Producto Bruto Interno per cápita (PPA): 62.152 dólares anuales, puesto 10.
Índice de Desarrollo Humano: 0,926, puesto 17. Fuente Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Luis Domenianni
INT/BN/rp.







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