La repetida utopía populista exige cambiar trivialidad por verdad

Por Pablo Racioppi
Después de un largo año desde que entregó el mando de la presidencia a su sucesor, Mauricio Macri reapareció en una entrevista televisiva como consecuencia de la reciente publicación de Primer Tiempo, el libro que escribió sobre la experiencia que fueron en su vida y en la del país los cuatro años de gestión.

Fue muy interesante verlo expuesto ante cuatro periodistas que sin inhibiciones le preguntaron desde en qué cosas consideraba que se había equivocado hasta si cree que Cristina Kirchner desea llevarlo a prisión, pasando por los affaires del Correo Argentino, los parques eólicos y hasta por el cuestionamiento a un sistema de coimas en el que su padre fue partícipe durante los tres períodos previos de gestiones kirchneristas.

Lo primero que hay que rescatar es que no sería posible ver a un expresidente kirchnerista frente a cuatro periodistas dispuestos a asediarlo con preguntas en tiempo real y sin red. Y en el caso en que algún ex funcionario kirchnerista se expusiera a algo semejante, sería casi imposible ver periodistas animándose a incomodar a quien pudiera representar un riesgo de represalia futura. Es tradición argentina que cualquiera se anima a incomodar a quien cayó en desgracia o a quien se comporta democráticamente pero no a un tirano en ejercicio del poder o en potencia.

Tomando el contenido que el expresidente fue a llevar a la entrevista- “su delivery”- hay una promesa que sigue siendo inquietante en términos de liviandad y que expresó al afirmar que “este será el último gobierno populista en Argentina”.

Sin duda se trata del deseo en el que radica la esperanza históricamente postergada de los votantes que se autoperciben republicanos, es decir, de quienes creen, o creen creer o dicen creer en la Constitución, en la división de poderes y en el entramado institucional, pero son demasiadas las dificultades existentes para que ese deseo expresado así sea posible.

Muchas de las personas que se consideran defensoras del sistema republicano suelen ser portadoras no conscientes de ideas populistas cuando se las indaga un poco.
Gran parte del antipopulismo es parcialmente populista ya que piensa y habla en el idioma de las creencias populistas. Como decía Tomás Eloy Martínez en la primera entrevista que le hicieron al volver al país en 1984 “los argentinos fuimos educados para la intolerancia”. Esa intolerancia es la materia prima y el idioma emocional del populismo que no solo está vigente sino que cada vez goza de mayor vigor.

La voluntad de terminar con el populismo produjo la reacción en espejo que dio formato más nítido a la política argentina durante el siglo XX. Ese antipopulismo funciona como contramolde del populismo que le dio origen. Hasta ahora todos los intentos del variopinto antipopulismo nunca terminaron de fraguar en un sistema cultural de ideas comunes y en un idioma político superador.

Lo cierto es que la vida argentina está culturalmente soportada en creencias fuertemente populistas que abarcan mucho más que las meras fronteras partidarias y que forma parte de la conducta de los individuos al relacionarse con otro, al moverse en el espacio público, al concebir la naturaleza de sus dichas o desdichas económicas directamente a tal o cual presidente, al relacionarse sentimentalmente con la política.

Afirmar que este será el último gobierno populista sugiere que terminada la gestión de Fernández empezará un segundo tiempo que nos llevará a ser una sociedad más razonable aunque no se pueda explicar cómo sería ese proceso. Por eso se trata de un deseo, ni mas, ni menos.

Cuesta creer que en un país en el que la educación pública está ideologizada, en el que la mitad de los niños son pobres, en el que la mitad de las provincias son feudos en manos de clanes que gravitan desde hace décadas, en el que cualquier mínima cuestión que el antipopulismo plantee para el bien común va a ser repelida con furia – solo por citar algunos inconvenientes de un listado inabarcable- que el mero cambio de signo propicie el fin de un sistema cultural que todo lo atraviesa y que sigue generando votantes para sostenerse a futuro no deja de ser además una utopía. No hay tal cosa.

Prometer semejante cambio es no cambiar lo que hay que cambiar y es desconocer a una sociedad que va aplaudiendo a todos sus fracasos -sea la cuarentena interminable, el default temerario o una guerra contra una potencia naval y atómica- pero que luego no se reconoce partícipe del fracaso porque siempre fue otro el que la llevó hasta allí.

Cambiar implica definir claramente si se desea ser parte de un universo capitalista – así, pronunciando esa palabra hasta el cansancio, sin que queden vestigios de pudor o miedo a ser tildado de neoliberal, cipayo o cualquier otra etiqueta – o castrochavista – palabra inexplicablemente subestimada a pesar que el populismo latinoamericano tenga entusiastas motores regionales que promueven su permanencia y perpetuidad.

Cambiar implica no volver a sostener que los argentinos no querrán volver al pasado cuando se ha comprobado que ante el advenimiento de la dificultad es exactamente el lugar conocido al que vuelven una y otra vez porque no comprenden masivamente otro idioma político.

Implica dejar de insistir con un relato diluido para una sociedad trivial, y en cambio, abrazar la cruda verdad y diseñar una estrategia sin paternalismos que comunique a quien quiera y pueda entender, la gravedad del Gran Drama Argentino. Cambiar es estar dispuestos a transitar por ese umbral del todo incierto, despojados de viejos pudores y prejuicios.
Pablo Racioppi
P/BN/cc.rp.

Más Noticias

Salir de la versión móvil