jueves 18 abril 2024

Bielorrusia: de como un autoritarismo se convierte en una dictadura

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Por  Luis Domenianni

Si, a la fecha, algo distingue al régimen bielorruso del presidente Aleksandr Lukashenko, en su intento de perpetuarse en el poder en esa exrepública soviética, es la desmedida represión sobre las movilizaciones populares y sobre los dirigentes que contestan su gobierno.

No le fue mal. Hoy la oposición está desarticulada. No desapareció, ni mucho menos. Pero el régimen de terror que el autócrata Lukashenko impuso, determinó que los bielorrusos dejasen la resistencia para mejor oportunidad.

Pero ahora, la cuerda se tensó. Es que a las muertes de varios defensores de los derechos humanos y de la libertad a manos de las fuerzas represivas, en setiembre del 2021, se agregó la muerte de un agente de la KGB -las mismas siglas que la tristemente célebre policía política soviética- mientras llevaba a cabo un allanamiento en la vivienda de un opositor.

El opositor, Andrei Zeltser de 39 años, resistió el allanamiento con un fusil de caza, abatió al policía y fue, a su vez, abatido. Para el gobierno, fue la línea roja. No importa el “detalle” del fusil de caza, probatorio de la nula organización militar opositora, las detenciones de decenas (84) de contestatarios pulularon por la capital Minsk y otras ciudades del país.

Con gala de intolerancia y ningún apego a la legalidad, el viceministro del Interior declaró que “si los enemigos no levantan las manos cuando intervienen las fuerzas de seguridad, serán destruidos” y que las declaraciones negativas sobre el oficial muerto “no merecen otra cosa que la destrucción física”. Todo un destructor.

A los opositores detenidos, como en la mejor época soviética o nazi, se los obligó a confesar sus “comentarios ofensivos” contra el régimen en las redes sociales, confesiones que luego fueron difundidas por la televisión estatal. Algunos, entre ellos varias mujeres, aparecieron con marcas en la cara y con los brazos esposados por detrás.

Así, remontarse en el tiempo reciente bielorruso es pasar revista a una cadena de hechos represivos. El 06 de setiembre del 2021, la “justicia” adicta al régimen condenó a la flautista y directora de orquesta María Kolesnikova (39 años) a once años de prisión bajo los cargos de “complot para adueñarse del poder” y “creación de una formación extremista”.

En rigor, el delito de Kolesnikova, premiada veinte días después con el galardón Vaclav Havel, instituido por el Consejo de la Unión Europea, fue su defensa de los derechos humanos y su oposición al fraude del presidente Lukashenko en las elecciones de agosto de 2020.

Kolesnikova es uno de los tres símbolos femeninos de la oposición bielorrusa junto a la excandidata presidencial Svetlana Tikanovskaia -fue candidata en reemplazo de su marido preso- y de la ex precandidata presidencial Veronika Tsepkalo, que también reemplazó a su marido preso y que luego unificó la oposición con Tikanovskaia como candidata.

Tikanovskaia y Tsepkalo debieron huir del país presionadas por las autoridades bielorrusas, pero Kolesnikova se negó y, en consecuencia, fue juzgada y condenada.

No puede dejar de ser mencionada la intercepción en pleno vuelo por un caza de la Fuerza Aérea de un avión comercial salido de Atenas, Grecia, con destino a Vilna, Lituania. Obligado a aterrizar en el aeropuerto de Minsk con la excusa de una denuncia de bomba que nunca se encontró, sirvió para la detención de un pasajero: el periodista opositor Román Protasévich.

El virtual secuestro de Protasévich, más allá de su espectacularidad, es solo un caso más entre los opositores presos. Otro ex precandidato presidencial arrestado algunas semanas antes del escrutinio, Viktor Barbaryko, fue condenado a catorce años de cárcel en una prisión de máxima seguridad por blanqueo de dinero. Se trataba del adversario más serio para Lukachenko.

Los símbolos

A diferencia de las dictaduras, como China, Corea del Norte y otras, los autoritarismos suelen justificar su continuidad en el tiempo en la convocatoria regular a elecciones. Solo que dichas elecciones o no son libres o son directamente fraudulentas. En el primero -no son libres-, se ubica Rusia. En el segundo -directamente fraudulentas- se inscribe Bielorrusia.

Los contextos de uno y otro son diferentes. Mientras que en Rusia el nacionalismo, la religión ortodoxa y los nostálgicos del comunismo -contradicción aparte- hacen del presidente Vladimir Putin un autócrata que avanza hacia la suma del poder público, en Bielorrusia, el presidente Aleksandr Lukashenko, para salvar su poder, se convirtió en pro ruso.

De un nacionalismo anterior que lo llevaba a oscilar entre Rusia, China, la Unión Europea y los Estados Unidos, mientras era el amo y señor de Bielorrusia, Lukashenko es hoy un vasallo del Kremlin que no duda en reprimir cualquier símbolo de soberanía.

La adopción de un símbolo o su rechazo indica posiciones políticas determinadas. Es el caso de la bandera. Cuando Bielorrusia recupera su independencia tras la caída de la Unión Soviética, enarboló la bandera a franjas horizontales blanca, roja y blanca, creada en 1917 y usada no oficialmente durante la efímera existencia de Bielorrusia libre de marzo a diciembre de 1918.  

A la caída de la Unión Soviética en 1991, se impone, naturalmente, la bandera de 1919, símbolo de la independencia. Pero en 1995, ya con Lukashenko en el poder -asumió en 1994 tras un triunfo electoral- un referéndum popular definió el retorno a la bandera de la época soviética, sin los símbolos comunistas.

El referéndum comprendía además la definición como lengua oficial del ruso -hasta ese momento solo recibía dicha categoría el bielorruso; la opción de una integración económica con Rusia; y la posibilidad para el presidente de destituir al Parlamento

Todo resultó como Lukashenko quería y buscaba. Con excepción del veredicto internacional sobre la consulta que fue categórico en su calificación como “no libre”.

El ahora antinacionalismo del autócrata se completa con la negación para el idioma bielorruso. En consecuencia, el régimen reprime el uso del idioma nacional y liquida, una tras otra, las asociaciones que promueven su empleo.

Tres ejemplos de asociaciones liquidadas: la Sociedad de la Lengua Bielorrusa creada en 1921 que había logrado superar la rusificación forzada en la época estaliniana; la Unión de Escritores Bielorrusos iniciada en la década de 1930; y Talaka, una asociación que defendía los símbolos y rituales folklóricos.

Inclusive llegan a ser sancionados con días de arresto quienes emplean el bielorruso en la calle si son escuchados por autoridades policiales.

El bielorruso quedó casi en desuso tras dos siglos de dominación rusa en el país.  En la actualidad solo un ocho por ciento de la población lo emplea cotidianamente. El Estado y los medios principales utilizan exclusivamente el ruso.

Todo cambió con el fraude electoral, las movilizaciones masivas en contra, el arresto de opositores y el apoyo al autócrata por parte de su colega ruso Vladimir Putin. Más allá del paréntesis obligatorio impuesto por la represión indiscriminada, los manifestantes utilizan la bandera blanca, roja y blanca, y el interés por el bielorruso aumenta. Cuestión de identidad.

El amigo ruso

En esto de defender dictadores y/o autócratas, el presidente ruso Vladimir Putin siempre está presente. Se trate del dictador sirio Bashar Al-Asad, del autoritario venezolano Nicolás Maduro, del nuevo régimen militar de Mali, el hombre fuerte de Rusia pone su impronta. No se equivoca nunca: jamás se trata de defender una democracia liberal.

Como no podía ser de otra manera, Aleksandr Lukachenko es, ahora mucho más que antes, su protegido. Durante los últimos doce meses, el presidente bielorruso viajó tres veces a Rusia para visitar a su protector. En setiembre del 2020, encuentro en la estación veraniega de Sochi; en febrero de 2021, de nuevo en Sochi; en setiembre de 2021, en Moscú.

Nótese que nada de reciprocidad. Siempre es Lukachenko quien viaja a entrevistarse con Putin. Nunca al revés.

Las reuniones, particularmente la última, versan sobre la integración económica entre Bielorrusia y Rusia. En Moscú, anunciaron la firma de un paquete de “28 programas” que abarcan distintos sectores como el financiero, el energético, el industrial y el agrícola.

En rigor, se trata de la publicación de la foto que muestre a Occidente el respaldo del gobierno ruso al autócrata bielorruso y no mucho más. También al gobierno chino, siempre listo, a su vez, para dar una mano a cualquier autoritario del mundo, a fin de dejar en claro que Bielorrusia forma parte de la esfera de influencia de Rusia.

Es que mientras el mundo occidental, en particular, Estados Unidos y la Unión Europea no reconocen los resultados electorales del 2020, Rusia y China lo hicieron al instante de la publicación del escrutinio oficial que, dicho sea de paso, arrojó un 80 por ciento para Luckachenko y frente a solo un 9 por ciento para Tikanovskaia.

¿Hasta donde puede avanzar el proceso de integración con Rusia? Hasta donde no represente una pérdida de poder para el presidente bielorruso. Sí, Lukachenko es pro ruso, pero no al punto de reintegrar al país en una especie de remedo de la Unión Soviética que lo dejaría a él como un subordinado del Kremlin, listo para ser removido en cualquier instante.

De momento, precisa de Putin. Seguramente, en sus aspiraciones pretenderá que no sea para siempre. Difícil. Para Europa, es el último dictador en pie. Para sus vecinos, Polonia y Lituania, en particular, se convirtió en un peón de las ambiciones imperiales rusas. Para Estados Unidos, la prioridad es China, pero sin dejar de prestar atención a cuanto pase en el este de Europa.

El arma migratoria

La Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido ensayan todo tipo de sanciones financieras relacionadas con los jerarcas del régimen bielorruso. También con empresas y asociaciones. Desde el Comité Olímpico Bielorruso hasta la empresa pública Belaruskali OAO, uno de los más grandes productores de abonos a base de potasio del mundo.

Asimismo, un banco privado Abolutbank, una manufactura de tabaco y empresas ligadas al transporte, la energía y la informática, todas ellas vinculadas a los integrantes del gobierno Lukachenko, son objeto de sanciones occidentales.

Frente a este estado de cosas, la respuesta del régimen es la migración. Por ejemplo, el arribo de inmigrantes a Alemania, si bien no es comparable al del 2015, va “in crescendo”. Alemania suele ser una plaza ansiada para la inmigración proveniente de Medio Oriente. Ya no solo llegan los refugiados de Irak, ahora también de Siria, de Irán y de Yemen.

El hecho es que la casi totalidad de ellos atraviesa Polonia, pero todos provienen de Bielorrusia hasta donde llegan sin mayores dificultades desde Estambul, Turquía, y donde son reconducidos a las fronteras con Polonia y con Lituania.

Los inmigrantes con capacidad económica son recibidos en Minsk y alojados en un hotel. De allí, deben ganar las fronteras señaladas en taxi. Se trata de fronteras boscosas donde los migrantes erran sin destino dado que, por un lado, son empujados por los guardias fronterizos bielorrusos para cruzar y, por el otro, son obligados a retornar por los polacos o los lituanos.

Las ONG que intentan ayudar a los refugiados no son atendidas aun cuando exhiban los documentos firmados en los que son autorizados a gestionar el asilo de los demandantes. Paralelamente, trabajan los “pasadores” delincuenciales que esquilman a quienes quieren cruzar.

Así, por ejemplo, la recarga de un celular, indispensable para ser localizado a fin de ser socorrido por una ONG en medio del bosque, cuesta 50 dólares si es completa, 15 dólares para un 15 por ciento de batería. Sin localización GPS resulta difícil sobrevivir. El riesgo es morir por hipotermia.

Con la llegada del otoño boreal, el cruce resulta más difícil. Cuatro iraquíes fueron encontrados muertos por el frío recientemente, tres del lado polaco, uno del lado bielorruso. En julio, el número de personas que intentó cruzar fue de 241. En agosto, subió a 3.510 y en setiembre pasado, fue de 4.131 en solo los 20 primeros días del mes. Los muertos suman nueve.

El gobierno polaco es objeto de fuertes críticas por el trato dispensado a los migrantes. El primer ministro Mariusz Kaminski de Polonia contraatacó al respecto: “estamos completamente seguros que las personas son conducidas hasta nuestra frontera mediante una acción planificada y organizada por la policía y los guardias de frontera de Bielorrusia”.

En el interín, en su guerra contra Occidente, el presidente Lukachenko eliminó la visa para personas procedentes de algunos países con fuerte tendencia migratoria como Pakistán, Jordania o Egipto. Y, además, otorgó carácter internacional al pequeño aeropuerto de la ciudad de Grodno, ubicado a solo diez kilómetros de las fronteras con Polonia y Lituania.

De su lado, en Lituania, los migrantes llegados últimamente superan las cinco mil personas de las cuales, aproximadamente tres mil, son de nacionalidad iraquí. Como su homónimo polaco, el gobierno lituano acusa a Lukachenko de llevar adelante una “guerra híbrida”, migraciones mediante. En la definición, coincide la Unión Europea.

La política migratoria de Bielorrusia es casi una copia de la política de Turquía. En ambos casos, la inmigración es utilizada como un arma de la política exterior. Turquía la utiliza contra Grecia y la Unión Europea. Bielorrusia contra Polonia, Lituania y la Unión Europea.

Se trata, lisa y llanamente, de un chantaje de características diferentes, pero chantaje al fin. Turquía amenaza con impulsar la inmigración hacia Europa si no recibe financiamiento, mientras que Bielorrusia hace lo mismo pero pretende un reconocimiento internacional sobre su amañada elección presidencial.

Tras las elecciones calificadas de fraudulentas del 2020, el gobierno bielorruso del presidente Aleksandr Lukachenko dejó de ser un autoritarismo para avanzar hacia una dictadura lisa y llana. Con presos y exiliados políticos. Con represión de cualquier manifestación opositora. Con conflictos con sus vecinos. Y con una dependencia creciente del gobierno ruso.

INT/Luis Domenanni.vfn/rp.

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