“Anatomía de un conflicto”
Confirmando aquella regla no escrita que prescribe que los conflictos geopolíticos tienden a eternizarse en el tiempo, la cuestión ucraniana ha vuelto al centro de las divergencias entre los Estados Unidos y Rusia. Convirtiéndose en el núcleo de la última cumbre virtual entre Joe Biden y Vladimir Putin.
Los hechos adquirieron interés cuando Washington y Kiev alertaron sobre una eventual invasión rusa al territorio ucraniano, extremo que estimaron podría sustanciarse en los primeros meses del año entrante. La acusación contra Moscú derivó del importante despliegue en la frontera rusa-ucraniana. Provocando que el asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan reiterara las seguridades a la soberanía e integridad territorial de Ucrania, compromiso que luego fue ratificado en una conversación que el propio Biden mantuvo con su par ucraniano Volodymir Zelensky.
En tanto, la subsecretaria de Estado Victoria Nuland afirmó ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado que el Ejecutivo está analizando sanciones “extremas” contra Rusia en caso de una incursión militar. Nuland -quien sirvió como embajadora ante la OTAN y es considerada una “dura” frente a los rusos- aseguró que evalúa aplicar a Rusia un eventual aislamiento completo de todo el sistema financiero mundial, medida que podría incluir la desconexión de los principales bancos rusos del sistema SWIFT (Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication) que enlaza a las entidades financieras a escala global.
Pero mientras los norteamericanos formularon estas acusaciones, el Kremlin recordó que ha sido la expansión de la OTAN hacia el Este la que ha generado la desconfianza actual entre las dos mayores potencias nucleares del mundo. Al tiempo que el jefe del Estado Mayor ruso, el general Valery Gerasimov, declaró que Kiev no cumple con las prescripciones de los acuerdos de Minsk que buscan poner fin a las hostilidades en el Este de Ucrania. Y los medios rusos sostuvieron que el aumento de tensiones pudo beneficiar a las actuales autoridades ucranianas quienes estarían en busca de un elemento de distracción en momentos en que el presidente Zelensky está perdiendo popularidad.
Expresiones como las señaladas ponen en negro sobre blanco la rivalidad entre potencias sobre esa geografía bisagra que constituye el territorio ucraniano. Un conflicto cuyas raíces se remontan a tiempos inmemoriales -dado que la propia Rusia encuentra su origen en el Rus de Kiev- pero que en el pasado inmediato derivan de una serie de desacuerdos surgidos a comienzos de los años noventa.
Un punto de partida que puede establecerse el 8 de diciembre de 1991, cuando las autoridades de Ucrania decidieron independizarse del control central del tambaleante imperio soviético junto a sus pares de Rusia y Bielorrusia (Belovzh Agreement). Hito que determinó que tan solo tres semanas más tarde la misma Unión Soviética pasara a ser una cáscara vacía, provocando el cese de su existencia como realidad geopolítica y sujeto de derecho internacional.
Durante los años que siguieron, Ucrania viviría los controvertidos tiempos determinados por el traumático fin del periodo soviético y su realidad política se vertebraría en las dos tendencias que anidan desde siempre en su identidad nacional. Expresada en la tensión permanente entre la vocación europeísta de su sector occidental y el carácter ruso de su población del sur y el este del país.
En 1994, en una serie de acuerdos que pasaron a la historia como el Memorando de Budapest, las potencias se comprometieron a garantizar las seguridades y la integridad territorial de Ucrania, estado que había cedido su arsenal nuclear a la Federación Rusa. Pero las debilidades del naciente estado independiente ucraniano se manifestaron a lo largo de los años siguientes. Llegando a producirse, diez años más tarde, un controvertido proceso electoral que derivó en la llamada Revolución Naranja. Conflicto surgido a partir de la rivalidad entre Viktor Yuschenko y Viktor Yanukovich -opuestos entre sí respecto a la relación con Moscú- en unas elecciones en las que no faltaron acusaciones de envenenamiento, fraude y corrupción.
Un capítulo que se volvió a repetir diez años después. Cuando, a fines de 2013, la política ucraniana volvió a ofrecer una más de sus recurrentes crisis al estallar una extendida y violenta protesta (Euromaidan) como consecuencia del malestar emergente de la población pro-occidental del país al conocerse la decisión del presidente Yanukovich de cancelar las negociaciones con la Unión Europea y volcarse abiertamente a una alianza con el Kremlin.
Los meses siguientes mostraron un nuevo descenso en las relaciones ruso-americanas. Hasta alcanzar el punto de mayor dramatismo en febrero-marzo de 2014 cuando Moscú anexionó -o recuperó- la estratégica península de Crimea, hecho que luego fue ratificado en un referéndum en el que el 97 por ciento de la población manifestó su deseo de pertenecer a la Federación Rusa.
Los sucesos provocaron un quiebre en el vínculo entre Washington y Moscú. El entonces secretario de Estado John Kerry afirmó que era “inaceptable” que Rusia se condujera con reglas de comportamiento internacional propias del siglo XIX. Al tiempo que Putin explicó que Crimea siempre había sido rusa, reflejando un punto de vista extendido en su país que señala como un error la decisión de Nikita Khruschev en 1954 de conceder a la entonces República Soviética de Ucrania aquella preciada región.
Para entonces las relaciones entre Rusia y los Estados Unidos ya estaban seriamente dañadas. Acaso una secuela de un malentendido que lleva tres décadas y que está atado indisolublemente a las diferentes interpretaciones que Washington y Moscú tienen sobre el fin de la Guerra Fría y la disolución del imperio soviético. Un malestar nacido del sentimiento del liderazgo ruso de haber sido víctima de una promesa incumplida a comienzos de los años noventa. En particular la formulada el 9 de febrero de 1990 por el secretario de Estado James Baker ante el secretario general de la Unión Soviética Mikhail Gorbachov. Cuando el jefe de la diplomacia norteamericana aseguró al líder soviético que la unificación alemana -consecuencia virtualmente inexorable tras la caída del muro de Berlín- no supondría una expansión de la OTAN hacia el Este. Prometiendo que Washington no buscaba ventajas unilaterales ante la disolución de la URSS y la pérdida del imperio soviético en Europa oriental.
Pero la Historia suele ofrecer giros inesperados. Y a lo largo de los años que siguieron una ola de sucesivas incorporaciones a la OTAN de países que hasta poco antes habían integrado el Pacto de Varsovia no pudieron perfeccionarse sino a expensas de los intereses de seguridad de Moscú.
De pronto, Washington había olvidado algunas advertencias. Como las formuladas por el propio embajador George Kennan. El legendario autor de la doctrina de la contención había advertido muchos años antes que los ojos del Kremlin sólo veían en la frontera “vasallos o enemigos”. Y quien el 5 de febrero de 1997 había asegurado a través de una columna en el New York Times que la expansión de la OTAN era “un error catastrófico” que dañaría el interés nacional de los Estados Unidos al comprometer su vínculo con Rusia. O como las recomendaciones que en su día, apenas disuelta la Unión Soviética, el ex presidente Richard Nixon había hecho al entonces jefe de la Casa Blanca George W. H. Bush, en el sentido que su administración procurara en todo momento tratar a Rusia con el respeto y consideración correspondiente a su pasado imperial y su vocación de gran potencia.
Pero en enero de 1994, el presidente Bill Clinton había explicado en Bruselas en su primera participación en una cumbre de la alianza que “ya no es cuestión de saber si la OTAN tendrá o no nuevos miembros, sino de saber cuándo y cómo eso sucederá”. La expansión de la OTAN a lo largo del territorio que Rusia considera legítimamente su zona de influencia y por cuyo dominio luchó a lo largo de los últimos siglos no podía sino despertar un profundo rechazo en los jerarcas rusos. Los que habían visto alcanzar tan sólo dos décadas antes su mayor punto de expansión y reconocimiento por parte de la comunidad internacional en los acuerdos de Helsinki (1975), cuando los Estados Unidos y los países de Europa Occidental reconocieron a la Unión Soviética sus fronteras de posguerra a cambio de la admisión del irritante asunto de los Derechos Humanos.
Pero en solamente quince años el colapso de la Unión Soviética provocaría la pérdida de esas valiosas posesiones. Las que eran consideradas parte de su espacio vital y el extranjero inmediato (Near Abroad) de un país dotado de un interminable territorio pero cuyo liderazgo no visualiza esa inmensidad como una fortaleza sino como una fuente permanente de inseguridad, como consecuencia de su ausencia de fronteras naturales. Extendiéndose a lo largo de once husos horarios, a lo largo de una eterna planicie, la que fuera invadida, en los últimos tres siglos, por tres fuerzas provenientes de Occidente que pusieron en peligro existencial al mismo estado ruso: los suecos en el siglo XVIII, el imperio napoleónico en 1812 y la Alemania nazi en 1941.
La persistente cuestión ucraniana es acaso el núcleo de dicho conflicto. Al respecto, Putin ha afirmado reiteradamente que rusos y ucranianos pertenecen a “un mismo pueblo”. Una afirmación que de alguna forma es compartida por Henry Kissinger que en 2014 explicó que Occidente deberá comprender que, para Rusia, “Ucrania no es simplemente un país extranjero”.
En las últimas horas, un agudo observador recordó hasta qué punto el recurrente conflicto ucraniano encaja en las palabras del politólogo Reinhold Niebuhr, quien explicaba que la tarea de los estadistas era buscar soluciones aproximadas a problemas insolubles.
(*) Analista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.
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