Por Luis Domenianni –
¿La mundialización acabó? Es la pregunta que se formulan politólogos, sociólogos, filósofos y cada vez más personas comunes. Y si finalizó ¿Cuál será el sistema que la reemplace? ¿Una lucha por la hegemonía? ¿Un retorno a los bloques?
De los actores principales del mundo, las respuestas son disímiles. Para los principales, Estados Unidos y China, una especie de competencia por el dominio universal parece estar en carrera. En el mientras tanto, es posible un retorno a los bloques enfrentados, con consecuencias decisivas para la economía y, por ende, para las sociedades.
Otros dos actores pugnan en un segundo nivel. Rusia y la Unión Europea resistieron durante largo tiempo esa calificación subalterna pero la continuidad entre la guerra comercial sinoestadounidense, la pandemia del COVID, y el ataque y resistencia ucraniana frente a la agresión rusa pusieron fin a su ilusión multipolar.
Si la agresión sobre Ucrania finaliza o baja de intensidad, sobre la mesa quedará el conflicto entre estadounidenses y chinos que bien puede limitarse a una competencia comercial y tecnológica, que puede derivar en acciones militares o que limite a unos y a otros a conformar bloques en todo el planeta.
Algo es seguro: el momento actual es un momento de cambio. La pandemia y la inflación así lo indican. Tal vez la consecuencia radique en los citados bloques. Pero, entonces las empresas y las sociedades deberán adaptarse a una realidad sustancialmente distinta a la vivida durante las últimas tres décadas.
La competencia ya no será tal. El proteccionismo ganará terreno. La calidad de los productos se resentirá. Los costos de fabricación serán más altos. Las materias primas más caras. El empobrecimiento, mayor. La corrupción creciente, debido a la intervención de los estados sobre los mercados.
En principio, China no se sentirá del todo incómoda en la nueva realidad. Desde la entronización del presidente Xi Jinping como jefe del Partido Comunista y como cabeza del Estado en 2013, el otrora imperio milenario se lanzó a una carrera por la hegemonía mundial cuyo objetivo es destronar a los Estados Unidos.
Pero, a la vez, pretende imponer un modelo autoritario de gobierno -China es una dictadura- y divulgarlo por todos los continentes como lo demuestra su apoyo a cuanto aprendiz de autócrata anda suelto por el mundo.
La herramienta que el presidente Xi lanzó para avanzar hacia el objetivo hegemónico es la iniciativa denominada “Ruta de la Seda” que no es otra cosa que un financiamiento con condicionamientos para la construcción de infraestructuras en cualquier lugar del mundo.
No son pocos quienes se ilusionan con la iniciativa. A poco se dan cuenta -o pretenden no hacerlo- que se trata de un financiamiento particularmente caro -mucho más caro que el del Banco Mundial- y que las obras son “puro chinas” es decir, tecnología, materiales, técnicos y hasta obreros chinos.
Las Islas Salomón en el Pacífico y la Argentina en Sudamérica fueron las últimas “adquisiciones” para la Ruta de la Seda. Con las Salomón, un acuerdo de seguridad autoriza hasta la presencia de tropas chinas si el gobierno de las islas peligra. Con la Argentina, se trata de proyectos de infraestructura.
Paso a paso, los alineamientos van tomando forma. O perdiéndola. En Europa, la iniciativa, hasta hace no mucho aplaudida, hoy solo genera desconfianza. Ya no hay más vista gorda para las violaciones de los derechos humanos, ni complacencia en cuanto a las prácticas comerciales.
La pequeña Montenegro, en los Balcanes, descubrió “tardíamente” el costo de la ayuda china. Hoy, comprueba que la construcción de una autopista financiada por la Ruta de la Seda elevó considerablemente su deuda externa, a la que no puede hacer frente. Y la autopista quedó abandonada a medio hacer.
La gota final
En el mundo bipolar que se dibuja, la cuestión ucraniana fue la última posibilidad para China de alinear su política exterior en paralelo a las democracias occidentales. No solo no lo hizo, sino que optó abiertamente por Rusia.
Los presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión Europea, el belga Charles Michel y la alemana Ursula von der Leyden, respectivamente, así lo comprobaron tras la reunión -vía videoconferencia- con el presidente chino Xi Jinping y su primer ministro Li Keqiang.
Al finalizar la reunión, el fracaso era palpable. Los comunicados respectivos hablaban de varios temas y casi no lo hacían respecto de la cuestión ucraniana. O, mejor dicho, de la intención de obtener un compromiso chino de, al menos, no servir de intermediario para que Rusia burle las sanciones de la Unión Europea.
Todo lo contrario, solo un par de días antes, en Pekín, el jefe de la diplomacia rusa, Serguei Lavrov obtenía una declaración de “amistad sin límites” entre los dos países.
El fracaso europeo en la gestión con China es aún más palpable si se tiene en cuenta que el país asiático exporta anualmente alrededor de 462.000 millones de euros hacia Europa que representan el 15 por ciento del total de sus exportaciones. En revancha, las ventas chinas a Rusia solo alcanzan al 2,4 por ciento de ese total.
La lección es clara. Democracias, por un lado. Autocracias, por el otro. Aún a costa del comercio.
Y siempre con las mismas prácticas, China desinforma, como lo hace Rusia, respecto de la guerra en Ucrania, a la que ambas denominan con el eufemismo “operación militar especial”. En el colmo del relato, ambas culpan por la invasión y el bombardeo… al país invadido y bombardeado.
Hasta ahora, jamás el presidente Xi nombró al presidente ucraniano Volodymyr Zelensky. Los medios chinos nunca informaron sobre los discursos y las ovaciones que este último genera en los parlamentos occidentales. Nada se dice acerca de las muertes de civiles.
Simplemente ocurre que China eligió su campo. Ese campo no es el de las consideraciones comerciales, estadísticamente mucho más amplias con Estados Unidos y con la Unión Europea que con Rusia.
La elección es política y estratégica. Es el objetivo del debilitamiento del orden internacional actual que la autocracia rusa y la dictadura china consideran dominado por los Estados Unidos.
Con la Ruta de la Seda y con su apoyo a Rusia, China busca preparar un mundo post occidental. En ese mundo, el dictador Xi muestra su aspiración a la preponderancia mundial con un poder político que, considera, debe ser equivalente al poderío económico y militar de su país que aún no tiene, pero con el que espera contar.
Así las cosas, China sabe que no cuenta con un asociado más importante que Rusia para “desconfiar” del occidente democrático. Ergo, el gobierno chino no hará ni dirá nada que ponga en peligro su relación con Rusia, ni que amenace el poder de su colega autócrata Vladimir Putin.
Ambos, Xi y Putin endurecen día a día sus posturas frente a Occidente. Ambos, recurren a una xenofobia creciente. Ambos echan culpas para afuera. Ambos buscan, ante todo, preservarse a sí mismos.
A la fecha, la línea divisoria está marcada. En el medio, gran parte de los países emergentes. Algunos, gigantes como la India o Brasil, que no condenaron la invasión rusa. Otros del Medio Oriente, el África o la denominada Latinoamérica. Todos propensos al autoritarismo.
Queda flotando pues una visión de futuro que limita el campo democrático a los países occidentales y sus aliados en el Extremo Oriente y en Oceanía.
La autosuficiencia
La inevitable opción por las autocracias que el gobierno chino no solo elige, sino que pretende encabezar, arrastra consigo un replanteo de la política económica china. Una política económica que fue reenfocada tras el ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 2001.
Aunque no totalmente, más vale aún bastante lejos, la economía china se abrió. Empresas multinacionales se instalaron en el territorio de la República Popular, capitales chinos salieron al mundo, el comercio creció exponencialmente y el país creció a… tasas chinas.
La idea del comercio como contrapartida de la guerra llevó a la enorme equivocación casi universal en la que cayeron los países democráticos industrializados de creer que la paz universal conseguida resultaba definitiva ante las relaciones comerciales que fluían.
Es más, muchos observadores tergiversaron la historia y pusieron como ejemplo a la Unión Europea, o mejor dicho su antecesor, el Mercado Común Europeo donde convivían los seculares enemigos Alemania y Francia.
Pero fue al revés. La razón de ser originaria del Mercado Común fue la seguridad, no el mercado. El general Charles De Gaulle, a la sazón presidente de Francia, y el canciller federal alemán Konrad Adenauer imaginaron primero la paz a la que dotaron de dos instrumentos válidos: la integración y el comercio.
Nada de eso ocurrió con China. Todo el mundo vio inversiones y comercio. Nadie apuntó a la paz. Consecuencia de ello, China logró los recursos para impulsar su fortaleza militar, avanzar en el dominio de la tecnología y la investigación científica y desarrollar una política exterior agresiva en aras de una hegemonía universal.
La nueva situación desencadenada tras la invasión rusa a Ucrania y las sanciones de todo tipo impuestas por Occidente al régimen del presidente Vladimir Putin, llevaron al Partido Comunista chino a un retorno a sus fuentes.
En 1945, el líder histórico Mao Zedong fijaba como objetivo para el Partido Comunista “la regeneración de la patria a partir de las propias fuerzas”. Seis décadas después, el presidente Xi declara que el unilateralismo y el proteccionismo, nos obliga a elegir el camino de la autosuficiencia”.
¿Es ello posible? Bastante más posible que en otras economías emergentes. El sistema financiero chino es piramidal. El vértice es el Banco Central. Al medio, se ubican cinco grandes entidades financieras. En la base, los bancos locales en las grandes ciudades.
Ante una crisis, el sistema es capaz, rápidamente, de inyectar fondos allí donde son necesarios para morigerar los efectos de esa crisis. Por otro lado, la deuda externa china es baja y los acreedores son, en gran medida, ciudadanos chinos.
Del lado del debe, el yuan, la moneda china solo representa el 3,2 por ciento del intercambio internacional, producto de la desconfianza que genera el estricto control de capitales que el gobierno chino ejerce sobre su moneda.
Otro punto débil de la aspiración autosuficiente es el sistema interbancario universal, el Swift, que domina Estados Unidos al que China pretende reemplazar con el sistema Cross-Border que aún no genera confianza sobre la autenticidad de los mensajes y que, por tanto, utiliza el Swift para asegurar las transacciones.
Para el 2025, China fijó como objetivo alcanzar con producción propia el setenta por ciento del mercado internacional de semi conductores, de aeronáutica, de vehículos eléctricos, de robots industriales, de energías renovables. Hoy, el objetivo es solo una expresión de deseos. Tal vez, dentro de veinte años o más, quizá.
La dependencia
Cuatro son los sectores en los que China no puede alcanzar una autosuficiencia y, por el contrario, acentúa su dependencia, particularmente, de Occidente.
En primer lugar, la industria electrónica. China es el primer productor mundial de aparatos, a su vez y paradójicamente, es un importador neto de “chips” para dichos aparatos. A tal punto que, entre las importaciones chinas, el rubro ocupa el primer lugar, inclusive por delante del petróleo.
La producción local de “chips”, en 2021, solo cubría el 16 por ciento de las necesidades chinas. Pero, solo el 6 por ciento era producido por empresas del país. El resto correspondía a empresas extranjeras radicadas en China.
Fue el renglón donde los Estados Unidos obligaron al régimen del presidente Xi a poner la rodilla en tierra en el caso Huawei. Sin semi conductores de alta calidad, con escasez de circuitos integrados, el gigante de las telecomunicaciones quedó limitado y reducido.
Casi en paralelo con la escasez de chips, los productos de alta tecnología y los smartphones que produce China cuentan con escaso valor agregado de origen nacional. Afecta centralmente a rubros como el software industrial, las máquinas herramientas y la aeronáutica.
Otro punto débil es la energía. Escasa de gas y de petróleo, y con bajas reservas de ambos hidrocarburos, el país es el primer importador mundial de “oro negro”.
De momento, sus necesidades de energía son cubiertas, en un 60 por ciento, con centrales que funcionan a base de carbón, mayormente de producción local pero también importado desde Australia.
Entre las intenciones del gobierno chino para paliar el déficit energético, el plan quinquenal 2021/25 prevé inversiones en los terrenos nuclear y de las fuentes renovables.
Pero, la realidad implica, de momento, una mayor importación de petróleo. Un elemento más que hace a “la amistad perpetua” entre Rusia y China sellada sobre la base de un pretendido cambio en la hegemonía mundial pero acompañada de las necesidades energéticas del gigante del Extremo Oriente.
Por último, el sector alimenticio. Como en otros rubros, el gobierno chino pretende no depender del exterior para el abastecimiento del mercado interno de alimentos. Una aspiración difícil de concretar. China cuenta con el 22 por ciento de la población mundial pero solo con el 7 por ciento de las tierras arables.
Es más, la urbanización desenfrenada y la degradación del campo conspiran contra el objetivo. Al respecto, el presidente Xi dijo que “los platos de los chinos deben ser cubiertos con “comida china” y calificó al objetivo como de “seguridad nacional”.
Seguramente, por su intención de competir por la supremacía mundial es que China acumuló suficientes reservas de granos y de carne de cerdo. Si bien la amplitud de ambas reservas se mantiene en secreto, el cálculo sobre stocks de trigo, por ejemplo, alcanza para un año y medio de consumo, tres veces más que el resto del mundo.
Dos razones cuentan para justificar semejantes reservas. La primera es la enorme población. Una mala cosecha en un país con bajo número de habitantes no produce grandes efectos a escala mundial. Una mala cosecha china, difícilmente pueda ser reemplazada por la producción internacional para alimentar a la población del país.
La segunda, es el recuerdo de los entre 30 y 50 millones de chinos que murieron durante la hambruna de 1959 a 1961, cuando el dictador Mao proclamó el “gran salto adelante”.
Fue el abandono de la agricultura en aras de una industrialización, por otra parte, de muy baja calidad. Aquella “locura” implicó un racionamiento alimenticio que se prolongó hasta bien entrada la década de 1970.
En síntesis, China puede pretender desafiar a Occidente. Tiene con qué… Pero no por ahora.
INT/ag.luisdmoenianni.vfn/rp.