Por Luis Domenianni ***
No duró dos años. Asumió el 28 de julio de 2021 y fue destituido por el Congreso del Perú tras ser declarado como “de permanente incapacidad moral” el 07 de diciembre de 2022. El ex presidente Pedro Castillo cumple así con la nueva tradición de inestabilidad política que sacude al país cuya independencia proclamó el general José de San Martín en 1821.
Es que, tras el retorno de la democracia, con la presidencia del arquitecto Fernando Belaúnde Terry en 1980, el país alternó épocas de ingobernabilidad con detenciones y acusaciones judiciales contra ex presidentes que dotaron a la clase política peruana de una desconfianza bastante generalizada en la sociedad.
Tras Belaúnde Terry gobernó el país en 1985 Alan García quién cometió suicidio años después, tras su segundo gobierno, cuando una comisión policial se acercó a su casa para arrestarlo por orden judicial, acusado por corrupción durante su segundo gobierno por el caso Odebrecht.
Después tocó el turno de Alberto Fujimori quien gobernó diez años, desde 1990, casi uno de ellos como consecuencia de un autogolpe de Estado. Preso, al ser encontrado culpable en cinco causas fue indultado recientemente –marzo del 2023- tras la presentación de un hábeas corpus validado por el Tribunal Constitucional del Perú.
Siguió el interinato, en 2000, del cuzqueño ya fallecido Valentín Paniagua. Luego el mandato constitucional de Alejandro Toledo, desde el 2001, –primer presidente indígena del Perú y de América Latina-, quien acaba de ser extraditado desde los Estados Unidos para responder por cargos de corrupción, también por el caso Odebrecht.
Segundo mandato de Alan García en 2006 y turno del militar Ollanta Humala en 2011. Bajo libertad condicionada, investigado por el caso… Odebrecht. Después de Humala, Pedro Pablo Kuczinski en 2016. Gobernó menos de dos años y por el caso… Odebrecht quedó en libertad restringida tras 36 meses de arresto domiciliario.
Por sucesión constitucional a Kuczinski le siguió Martín Vizcarra en 2018 quién debió abandonar el poder con poco más de dos años de gobierno tras la declaración de “permanente incapacidad moral” por parte del Congreso Nacional, también por actos de corrupción.
Luego de Vizcarra, cinco días del norteño Manuel Merino, en 2020, quién presentó su renuncia frente a los disturbios callejeros. Después el interinato de Francisco Sagasti con siete meses en el cargo, para ceder constitucionalmente la presidencia al electo Pedro Castillo en 2021, destituido y reemplazado por su vicepresidente Dina Boluarte, en diciembre de 2022.
Una curiosidad propia del Perú que “fagocita” presidentes: juraron como tales, pero no ejercieron ni un solo día el poder Máximo San Román y Mercedes Aráoz.
La sucesión de mandatos y transiciones nunca fueron completamente pacíficas, pero ninguna alcanzó el grado de violencia de la reciente destitución del ex presidente Pedro Castillo. Los cálculos extra oficiales hablan de más de cuarenta muertos en los choques, particularmente virulentos en el sur del país, entre policías y manifestantes.
A la fecha, la intensidad de la contestación es muy baja. Los cortes de ruta han sido levantados casi en su totalidad y, de a poco, la presidente Boluarte consolida su poder ante la negativa del Congreso a adelantar las elecciones presidenciales que deberán llevarse a cabo recién en 2026. Prueba de ello es que acaba de hacer su tercer cambio de ministros sin problemas.
Mientras tanto, Pedro Castillo permanece en prisión preventiva por 18 meses. La fiscalía general solicitó una ampliación de la preventiva a 36 meses. Está acusado por los delitos de organización criminal, colusión y tráfico de influencias. Su familia recibió asilo en México.
El caso Castillo
Son mayoritarios los analistas políticos que opinan que el gobierno del ex presidente Pedro Castillo fue lisa y llanamente deplorable. Originario del norteño y andino departamento –provincia- de Cajamarca, de padres iletrados, Castillo trabajó como maestro y fue sindicalista antes de ser visualizado como presidenciable por el partido marxista-leninista Perú Libre.
Sin experiencia política alguna por el pasado, Castillo ganó la elección en segunda vuelta tras obtener el 50,13 por ciento de los votos contra el 49,87 de la derrotada por tercera vez Keijo Fujimori, hija del ex presidente Alberto Fujimori. Si bien el triunfo fue inobjetable, conviene tener en cuenta que, en primera vuelta, Castillo solo obtuvo el 18,92% y Fujimori el 13,40%.
La atomización fue tal que totalizaron 18 los candidatos que se presentaron a la elección. De ellos, cuatro superaron el 10 por ciento. Con el 11,75 por ciento llegó en tercer lugar, el candidato de la extrema derecha Rafael López Aliaga y cuarto, el derechista –neoliberal- Hernando de Soto con el 11,62 por ciento.
De los partidos tradicionales peruanos, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el partido fundado por Víctor Haya de la Torre, prácticamente desapareció de la escena política. Su candidata, Nilda Vilchez se retiró antes de la elección. Por su parte, Acción Popular –fundado por el ex presidente Fernando Belaúnde Terry- arribó quinto con el 9,07 por ciento.
Lo ajustado del triunfo de Castillo determinó una resistencia a reconocer la derrota por parte de Fujimori que sumó al país en varios días de caos y confrontaciones. Los partidos de la derecha fueron acusados de promover la destitución del presidente electo desde antes de su asunción.
En el Congreso Nacional, si bien Perú Libre, el partido de Castillo, alcanza la primera minoría con 37 legisladores, no llega a cubrir el 30 por ciento de las bancas. La dispersión del órgano legislativo con 10 bancadas representadas dejaba presagiar enormes dificultades ante la necesidad de juntar una mayoría para la sanción de las leyes.
Con ese panorama poco alentador, el presidente Castillo agravó la situación al dejar en evidencia sus escasas competencias para desempeñar el cargo presidencial. Multiplicó errores y sobreabundó en marchas y contramarchas. Por ejemplo, nombró ministros tan poco experimentados como él, algunos con antecedentes penales.
En su escaso tiempo de mandato, el Congreso abrió siete investigaciones contra él vinculadas a temas de corrupción. No obstante, su popularidad se mantuvo por encima del porcentual de votantes que alcanzó en la primera vuelta. Para sus partidarios, “el presidente no es más corrupto que cualquiera de sus predecesores”.
El desenlace dio inicio a partir del 07 de diciembre de 2022 cuando Castillo anunció la disolución del Congreso cuyos diputados se aprestaban a dar curso a un procedimiento para la destitución del presidente. No fue el primer intento de destitución, pero iba a ser el definitivo porque un partido de izquierda había acordado votar con la derecha.
El argumento fue el autogolpe en marcha en un país donde nadie olvida la disolución del Congreso provocada por el ex presidente Alberto Fujimori en 1992, ni los ocho años de gobierno autoritario que siguieron.
La maniobra fracasó. Castillo fue detenido por su propia guardia presidencial cuando se dirigía a la embajada mexicana que ofrecía refugio. Su vicepresidente, surgida del mismo partido, Dina Boluarte, asumió constitucionalmente la primera magistratura. La derecha festejó.
El caso Boluarte
La nueva presidente resolvió finalizar el período del presidente Castillo –concluye en 2026-, apoyarse en la mayoría derechista del Congreso y responder con represión a las movilizaciones que tomaron calles y rutas, particularmente en el sur del país.
Si, algún tiempo después, envió al Congreso una solicitud de adelantamiento para el 2023 de las elecciones, no se trató de otra cosa que un gesto para calmar la protesta en calles y rutas. Pero el Parlamento se encargó de enterrar el proyecto. Para la calle, se trata de mantener el privilegio por tres años más de los diputados, dada la simultaneidad de elecciones en Perú.
La decisión de Boluarte de no dimitir, ni llamar a elecciones motivó una resistencia popular en siete regiones del sur del país que se extendió a la capital tras las marchas de campesinos que se trasladaron desde las zonas andinas.
Si bien las movilizaciones abarcaron la mayor parte del país, fueron particularmente fuertes y extremas en las ciudades de Puno, Juliaca –ambas sobre el lago Titicaca-, Arequipa, Andahuaylas, Cuzco y Ayacucho, todas andinas. Todas ellas ganadas por Castillo en la elección del 2021.
Es que, con alguna excepción, el país votó dividido por áreas geográficas: la sierra –región andina- lo hizo por Castillo, mientras que la costa –del Pacífico- y la montaña –la selva- lo hicieron por Fujimori. Y la resistencia fue casi calcada.
La respuesta fue la represión. Con movilización del Ejército al lado de la policía y con violencia creciente desde ambos lados. Como suele ocurrir, los desmanes “civiles” nunca son condenados, sí en cambio el accionar policial –o militar- por parte de organismos de derechos humanos, particularmente europeos.
Y la resistencia callejera a la caída de Castillo, como no podía ser de otra manera, tuvo su correlato internacional. Para las “democracias” latinoamericanas como Argentina, Bolivia, Colombia o México, la destitución fue un golpe de Estado. Vista gorda a la orden del día para observar o calificar el intento de autogolpe previo de Castillo.
NI que hablar para los “autoritarismos-dictaduras” de Nicaragua, Venezuela y Cuba. Es que, en ambos casos, todo depende del cristal con que se mide. Si el presidente depuesto de manera legal es un populista, entonces corresponde hablar de golpe de Estado. Caso contrario, no es golpe de Estado, sino justicia popular.
En este “dos pesos, dos medidas” que esgrimen algunos gobiernos latinoamericanos va de suyo el desprestigio que caracteriza a buena parte de la región en la comunidad internacional. Excepciones: el presidente brasileño Luiz Inacio da Silva guardó silencio sobre la cuestión y el mandatario chileno Gabriel Boric fue coherente y condenó el intento de golpe de Castillo.
Entre los casos patéticos de jefes de Estado latinoamericanos irrumpe el del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador quién se niega a ceder la presidencia “pro tempore” de la Alianza del Pacífico que integran Chile, Colombia, México y Perú.
Se trata de un organismo supranacional que representa la octava economía del mundo, aúna 230 millones de personas y significa el 41 por ciento del Producto Bruto de América Latina y el Caribe.
La razón de la negativa de López Obrador se fundamenta en su consideración del gobierno de Dina Boluarte como un gobierno… “espúreo”. López Obrador no solo se atribuye la capacidad de juzgar a gobiernos extranjeros según las simpatías que le deparen, sino que además se otorga a sí mismo el disponer a su antojo de organismos internacionales.
Problemas de fondo
Que la incapacidad de Castillo es sin duda culpable del desenlace de su destitución no cabe duda. Tampoco la actuación de los partidos de derecha que cuestionaron todo lo dispuesto por el gobierno e intentaron varias veces derrocarlo constitucionalmente.
No es despreciable, a su vez, la responsabilidad de la derrotada Fujimori que intentó hasta último momento cuestionar la legitimidad del triunfo del ex presidente. Y no le va en zaga, la clase política demasiado preocupada por sus privilegios y prebendas, y poco predispuesta a encabezar un proceso de transformación deseado por muchos.
Un proceso de transformación al que adhieren en particular los sectores postergados pero que nadie sabe muy bien hacia dónde dirigirlo. Está presente el proceso constitucional chileno que ofreció una nueva Constitución al país tal como había sido reclamado por las movilizaciones pero que una vez terminada y dada a conocer, fue rechazada en plebiscito.
El cambio parece necesario, pero la definición del cambio no está clara. Con todo en Perú, algunas líneas aparecen como merecedoras al menos de discusión. Por un lado, las diferencias entre regiones con su correlato étnico y lingüístico. Por el otro, la disparidad en el ingreso.
El postergado Perú andino creyó encontrar su revancha con la elección del ex presidente Castillo y luego con la resistencia a su derrocamiento constitucional. Se equivocó. Eligió un presidente que ni remotamente estaba a la altura de la investidura.
Hay que tener en cuenta que el Perú es un mosaico humano. Cuenta entre sus habitantes con más de cincuenta etnias. Algunas de las cuales solo agrupan a escasos miembros y se distribuyen por la selva amazónica. Pero dos grupos indígenas resultan significativos desde el número de quienes se consideran como autóctonos: los quechuas y los aymaras.
La autopercepción de la población según el censo del 2017, sindica en un 60,2 por ciento a quienes se dicen mestizos; 22,3 por ciento, quechuas; 5,9 por ciento, blancos; 3,6 por ciento, africanos; y 2,4 por ciento, aimaras. El resto, pertenece a etnias amazónicas y a descendientes de japoneses y chinos.
Cabe señalar que los extranjeros son relativamente escasos en el Perú con la excepción de los venezolanos que ya suman algo menos de 800 mil exiliados. Por detrás siguen los españoles con poco más de 30 mil y los argentinos con algo más de 9 mil.
Si acudimos a la imagen que los propios peruanos hacen de su país, las estadísticas demuestran que la definición mayoritaria es la de Lima que conforma un país moderno, occidental y poblada por blancos. Luego los Andes rurales habitados por indígenas arcaicos. Por último, la selva salvaje e inexplorada.
La realidad es mucho más contrastada. Hay más peruanos en Lima que hablan quechua que en las restantes regiones del país. La mayor parte de las riquezas mineras, petroleras y gasíferas del país están en los Andes y en la selva. Más del 55 por ciento de los habitantes de la selva, viven en ciudades. Los jóvenes autóctonos pueblan colegios y universidades.
Se trata de una evolución significativa que aún no logró superar los prejuicios raciales que, aunque disminuidos, aún continúan vigentes. Es una especie de apartheid de hecho entre quienes hablan español y quienes no lo hablan. Entre quienes evidencian piel blanca y quienes muestran tez más oscura.
Ayuda, en tal sentido, el crecimiento económico de un país que alcanzó niveles de crecimiento que llegaron a superar el 9 por ciento anual del Producto Bruto Interno (PBI), durante el ciclo de valorización extrema de las materias primas, en particular minerales. Luego, durante la segunda década del siglo, el crecimiento ralentizó, pero se mantuvo como tal.
Entre 2010 y 2019, 10 millones de peruanos dejaron de ser pobres. Un guarismo enorme que el COVID echó para atrás y fijó la pobreza en un 30 por ciento de la población. En 2021, el país se recuperó por completo de la secuela económica de la pandemia con un crecimiento del 13,6 por ciento. No así, el ingreso per cápita que aún se sitúa por debajo del registrado en 2019.
Quizás allí, sin negar todo lo anterior, se encuentre la razón de la disconformidad de los sectores que se consideran como más postergados. Pero, como siempre, solo con crecimiento es posible redistribuir ingresos.
INT/ag.luisdomenianni.vfn/rp.