Por Dr. Jorge Enríquez (*)***** La reforma de hace tres décadas fue producto de un acuerdo, entre el peronismo, encolumnado tras el entonces presidente Carlos Menem, y el radicalismo, encabezado por el ex presidente Raúl Alfonsín.
Se han cumplido hace pocos días 30 años de la reforma constitucional de 1994. Su contenido fue amplio y es razonable que despierte valoraciones diversas, pero es digno de resaltar que fue la primera reforma de nuestra ley fundamental que se realizó en un contexto de plena democracia y libertad, con representación en la Convención Constituyente de Santa Fe y Paraná de todas las fuerzas políticas relevantes de la época.
Las reformas del siglo XIX –las de 1860, 1866 y 1898-, si bien fueron legítimas, se dieron en el marco de una democracia restringida; la de 1949, durante la primera presidencia de Juan Perón, en el de una democracia autoritaria; en la de 1957 la convocatoria fue realizada por un gobierno de facto, con el principal partido político proscripto; la de 1972, que años más tarde quedó sin efecto, directamente sancionada por un gobierno de facto.
Como suele suceder en los cuerpos constituyentes, los textos sancionados fueron el fruto de concesiones recíprocas que en muchos casos los privaron de la precisión necesaria y en otros difirieron los desacuerdos a la reglamentación posterior del Congreso.
Así ocurrió, por ejemplo, en la regulación de los decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc.3º). Su incorporación expresa a la Constitución Nacional parece desmentir uno de los objetivos liminares de la reforma, que fue atenuar el presidencialismo.
Sin embargo, la jurisprudencia de la Corte, especialmente a partir del fallo “Peralta”, los había admitido en forma muy amplia. Se intentó entonces darles un cauce, facilitar el control del Congreso y determinar que su dictado era excepcional. Lamentablemente, la ley 26122 que los reglamentó, sancionada durante el gobierno de Néstor Kirchner, no tuvo en cuenta esa interpretación restrictiva.
Algo similar sucedió respecto del Consejo de la Magistratura, concebido para disminuir el componente político en la designación y remoción de jueces y para asegurar su idoneidad, teniendo en cuenta que en la Constitución histórica se trataba de atribuciones puramente políticas del presidente y el Senado.
El propósito era loable, pero el texto incorporado (arts. 114 y 115) delegó la composición del nuevo órgano en el Congreso, lo que determinó vaivenes en la reglamentación y la sanción de algunas leyes que resultaban manifiestamente inconstitucionales.
Se han cumplido hace pocos días 30 años de la reforma constitucional de 1994.
Del mismo modo, una reforma trascendente, que tiende tanto a fortalecer el federalismo como a atenuar la concentración de poderes en el presidente, fue la consagración de la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires (art. 129), lamentablemente retaceada luego por leyes restrictivas, como fueron la 24.588 y 24620, conocidas como las “leyes Cafiero y Snopek”, por ser ambos dirigentes peronistas sus impulsores.
De todas formas, la autonomía se fue abriendo camino en diversos ámbitos y hoy resta alcanzar la plena autonomía jurisdiccional, que equiparará en derechos a los ciudadanos de la capital argentina con los del resto del país.
En cuanto a la reelección del presidente, si bien se la admitió con carácter inmediato, se redujo el mandato de seis a cuatro años. Además, se eliminó el Colegio Electoral y se consagró la elección directa, la más compatible con el principio democrático.
Asimismo, se empleó el sistema de doble vuelta, que permite combinar las preferencias positivas y negativas del electorado, pero con un mecanismo peculiar, en el que no se necesita el 50% de los votos para evitar el ballotage, sino que basta con el 45% o, si la fórmula ganadora obtiene una cifra entre el 40 y el 45, que medie respecto de la segunda una distancia superior a los diez puntos porcentuales. Es cierto que teóricamente es preferible el esquema clásico del 50%, pero el sistema de segunda vuelta argentino es mejor que el de vuelta única. Una vez más, se apeló a un texto transaccional entre las aspiraciones de los que proponían la innovación y los que la recibían con reticencia.
Menos trascendente resultó la incorporación de la figura del Jefe de Gabinete de Ministros, como uno de los instrumentos diseñados para atenuar el presidencialismo.
El hecho de que sea designado y removido por el propio presidente –más allá de que se prevé también una moción de censura por parte de la mayoría absoluta de miembros de ambas Cámaras- lo ha alejado de esa finalidad, si bien ha servido para desconcentrar tareas que antes recaían en el titular del Poder Ejecutivo. En la práctica, el peso político de cada Jefe de Gabinete surge de la confianza que deposite en él el presidente.
Menos trascendente resultó la incorporación de la figura del Jefe de Gabinete de Ministros.
Con sus aciertos y sus errores, la reforma constituyó una necesaria actualización de la Constitución Nacional. Las Constituciones no deben quedar congeladas a lo largo de los siglos ni tampoco modificarse con mucha frecuencia. “Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución”, escribió Juan Bautista Alberdi en Las Bases, lo que no excluye la introducción de reformas parciales cuando haya un amplio consenso social y político que las avale.
La reforma de 1994 no solo no alteró, sino que procuró reforzar los principios fundamentales tal como fueron concebidos por nuestros Padres Fundadores: la República, el Estado de Derecho, la división de poderes, como medios de asegurar el fin último de cualquier Constitución: la protección de las libertades y derechos de los ciudadanos. La concentración y el abuso del poder son males funestos de los que quisieron alejarnos tanto los constituyentes de 1853 como a los de 1994.
El kirchnerismo quiso, por el contrario, subvertir ese orden. No hay que olvidar que Cristina Kirchner solía decir que la división de poderes era una antigualla del siglo XVIII.
Aunque ahora lo intente malamente disimular, sus modelos eran los regímenes populistas como el venezolano, en los que la Constitución no es entendida como un dique al abuso del poder, sino como un documento destinado a legitimar un gobierno autoritario. La pretensión, por ejemplo, de terminar con la independencia de los jueces, se inscribe en ese marco.
Hay un gobierno que, con su estilo peculiar y sus desmesuras, dice reconocerse en la tradición liberal de nuestra Constitución.
Hoy estamos viviendo una etapa distinta. Hay un gobierno que, con su estilo peculiar y sus desmesuras, dice reconocerse en la tradición liberal de nuestra Constitución. Y sin dudas, es felizmente opuesto al kirchnerismo en materia económica. Pero es necesario alertar sobre cierta indiferencia por las cuestiones institucionales que, si se consolidara, constituiría un elemento peligroso. Alberdi bregó siempre por la libertad económica, pero antes que eso diseñó un sistema constitucional para alejar a la Argentina del personalismo caudillista.
La reforma constitucional de 1994 se logró porque se privilegiaron los acuerdos políticos y cada sector político reconoció la legitimidad de los demás.
Si su concreción en los textos incorporados no obtuvo en todos los casos la precisión y claridad que se pueden alcanzar en los gabinetes académicos, que se pueden dar el lujo de prescindir de las negociaciones y las búsquedas de consensos, sus grandes postulados son valiosos y deben servir de guía para interpretar rectamente cada una de sus disposiciones.
Es verdad que en muchos aspectos estamos hoy peor que en 1994, pero sería un error grosero atribuir esa decadencia a la reforma. Las Constituciones no son pócimas mágicas. Ofrecen un cauce normativo y señalan de manera muy general un programa, pero son impotentes para imponer por sí solas una cultura constitucional allí donde ella es débil. Esa debe ser ahora la tarea principal: transformar en un hábito el respeto al Estado de Derecho.
(*)Presidente Asociación Civil Justa Causa; Diputado Nacional (MC), JxC, PRO; Miembro de Profesores Republicanos |
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