Enero será para siempre, como dice la canción, el sonido del silencio

«Enero»
Por Eleonora Jaureguiberry


Comienza el año y el clima, que solía ser de fiesta, es de nostalgia por lo anterior y conocido. La pandemia insiste en cambiar presencia por virtualidad, aunque eventos de emocionalidad desbordada como la muerte de Maradona o el tratamiento de la ley de despenalización del aborto hayan desatado multitudes. Aislados o circulando con un poco de culpa, tratamos de establecer un sistema de reglas que nos permita sentirnos seguros sin resignar el encuentro, ese gesto de humanidad sin el cual nos invade una angustia sin nombre. Para ponerle palabras a ese borde, o para entender por qué nos faltan, sugiero leer Enero.

Enero es la primera novela de Sara Gallardo (1931-1988), autora también de la extraordinaria Los Galgos (1968) y de Pantalones Azules (1963). A pesar de haber sido escrita en 1958, es de una contemporaneidad apabullante. La novela, corta y escrita con palabras tan despojadas como la psiquis de sus personajes y el paisaje que los envuelve, es un viaje por la conciencia de su personaje principal, una adolescente hija de un puestero de campo llamada Nefer, cuya voz es sólo interna y cuya existencia es casi invisible.

Nefer está embarazada de uno y enamorada de otro. Su destino será resuelto por su madre y por doña Mercedes, la patrona y la guardiana de las buenas costumbres en la estancia y más allá. Nuestra protagonista trata de descifrar a los otros: el modo en que los varones actúan, y los alcances del sentido práctico de las dos señoras. Lo hace como un animal cuya supervivencia depende de leer con precisión los datos que el monte ofrece. Gallardo construye esa mirada con un lenguaje exacto cuya dimensión física es pura literatura.

Nefer se siente desorientada por emociones fuertes y contradictorias que a veces la vencen. “Tal vez el techo del galpón caiga y nos aplaste y todo termine”, piensa cuando su madre enfurece ante la noticia de su embarazo. Calla y piensa cuando habla la madre, habla cuando está con su perro: “Capitán, vos no sabés nada y yo no sé qué hacer. Tal vez si me subo al caballo y galopo mucho, tal vez si trabajo muy bruto, tal vez si me duermo profundamente podré despertarme sin nada… Tal vez si Dios me ayuda… ¿Dios? ¿Y si rezo?…”.

Gallardo se propone darle voz a un personaje que no encuentra palabras para sus emociones y que nadie está interesado en escuchar. Para agregar –literal- clima, ubica la acción en el soporífero mes de enero. No es un desafío menor. Lo logra a fuerza de una naturalidad surgida del conocimiento y del respeto por las armonías y los sabores de los sonidos del campo, y gracias a una sensibilidad que le permite construir con sutileza el universo emocional de Nefer; con ello se las ingenia para narrar una forma de desamparo que sólo las mujeres conocen y reconocen.

En otra dimensión, Enero es también un ensayo sobre el modo en que las cosas ocurren: el suspenso sobre el modo en que Nefer queda embarazada y sobre la identidad del padre, que se revela casi al fin de la novela, merece un capítulo en algún tratado sociológico de Teoría de la acción. El libro entero parece decir que las cosas van ocurriendo, nomás. Un poco sin querer y otro poco queriendo. Y que así se va construyendo un destino que, visto desde el desenlace, es muy distinto del propósito y del sentido dado a la acción cuando ocurría. Distinto e irrevocable.

En estos tiempos de aislamiento y de grieta, Enero es un libro del cual se puede sacar provecho. Como todo buen arte, nos devuelve nuestra imagen en el espejo. Y nos advierte que nunca terminamos de comprender el sufrimiento ajeno, ni las heridas de la soledad o de la culpa o del miedo. Ojalá también nos enseñe a juzgar menos y a escuchar más. Si no, Enero será para siempre, como dice la canción, el sonido del silencio.
Eleonora Jaureguiberry
Socióloga. Gestora Cultural
CC/NB/CC/rp.

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