viernes 29 marzo 2024

Mali: una de las dos principales apuestas del terrorismo islámico

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Por Luis Domenianni

Nunca es, y probablemente nunca será, posible descartar por completo la guerra convencional entre Estados. Las reivindicaciones chinas sobre Taiwan y sobre el Mar de China Meridional o la agresividad y la carrera armamentística de Corea del Norte y la situación en Oriente Medio, son solo tres, entre otros, ejemplos que abonan la tesis.

No obstante, el componente básico que, en la actualidad, alimenta los conflictos armados es el terrorismo, con o sin alcance internacional. Es decir, con trascendencia o no más allá de las fronteras de un país.

Precisamente, porque el terrorismo suele no reparar en fronteras es que atrae la intervención militar de las principales potencias. En particular, tras el ataque y derribo de las torres gemelas de Nueva York en 2011.

Si bien resulta incorrecto generalizar, sin dudas el terrorismo desencadenado por el fundamentalismo islámico reorientó en muchos sentidos el combate. Es que la “yihad” –la guerra santa-, tanto la que lleva a cabo Al Qaeda como la que encabeza Estado Islámico, contiene un componente de dominación universal.

Ese componente de dominación universal es el que establece como terreno de batalla a cualquier rincón del mundo, en una guerra que va más allá de lo estrictamente militar para abarcar a la totalidad de las poblaciones que no se someten a la “sharia” –le ley islámica- de acuerdo con el enfoque intolerante de los propios yihadistas.

Muchos son los ejemplos que abonan esta tesis: desde los atentados en Europa y Estados Unidos hasta las guerras en Irak, Siria, Somalia por solo citar algunos casos.

La región del Sahel africano, ubicada inmediatamente al sur del Gran Desierto del Sahara, es desde hace ya varios años, un terreno de lucha entre múltiples facciones terroristas que abonan a una u otra de las dos grandes “centrales” yihadistas: las nombradas Al Qaeda y Estado Islámico que, además, compiten entre sí por el predominio.

Tres son los estados más afectados por el accionar yihadista: Burkina Faso, Mali y Níger. Entre los tres, sin dudas, Mali es al que peor le va con un Estado y un Ejército que, en varias oportunidades, estuvieron a punto de sucumbir.

La intervención francesa
Si ello no ocurrió es gracias a la intervención militar francesa a través, primero, de la Operación Serval, y actualmente de la Operación Barkhane, con 5.100 soldados desplegados en determinadas regiones del Mali, el centro y el norte.

Pero, las guerras lejanas –muchas veces denominadas como guerras por procuración- cansan a las sociedades, sobre todo cuando comienzan a acrecentarse las bajas de connacionales en esas latitudes distantes.

En 2013, cuando Francia desplegó sus tropas a pedido del gobierno maliano, las encuestas señalaban que un promedio del 73 por ciento de los franceses era favorable a la intervención. A fines del 2019 el porcentaje caía al 58 por ciento. A la fecha, el guarismo a favor no supera el 49 por ciento.

La intervención francesa en Mali en el año 2013 se produjo cuando el estado africano se hallaba al borde de la disolución.
Por un lado, la unión del Movimiento de Liberación del Azawad (MLA) –de la etnia tuareg que habita el norte del país en la zona subsahariana- junto a tres grupos combatientes yihadistas conquistaron las tres provincias norteñas de Gao, Kidal y Tombuctú.

Por el otro un golpe de Estado militar protagonizado por oficiales jóvenes terminó con una presidencia constitucional, incapaz de contener el avance tuareg-yihadista.

Pero la alianza tuareg-yihadista estalló por los aires luego que el MLA proclamara la independencia del Azawad y se negara a establecer la “sharia” –la ley islámica- como legislación vigente.

El saldo militar de la disputa fue favorable al terrorismo islámico que llegó hasta amenazar Bamako, la capital del país. Fue entonces cuando el precario gobierno de Mali llamó, primero al cercano Chad y luego a Francia, a intervenir militarmente. Corría el año 2013.

Trazar un balance de dicha intervención es, cuando menos, complejo. No existen cifras sobre los muertos causados al terrorismo aunque, en los últimos meses, los golpes sobre blancos móviles fueron certeros. Por ejemplo, el ataque que causó la muerte de Abdelmalek Drukdel, el fundador de Al Qaeda en el Maghreb Islámico (AQMI).

Pero, el reporte del secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, sobre la actuación de la MINUSA, la misión de estabilización de Naciones Unidas en Mali, señala que en el norte del país, los grupos extremistas militarizados continúan activos y que las condiciones de seguridad se degradan en el resto del país, en particular en su región central.

Del lado positivo, hay que contar la estabilización del Ejérico maliano. A principios de 2020 no hacían otra cosa que huir, con el consiguiente abandono de armas y pertrechos, ante cada ataque yihadista. Ahora, no. Su capacidad de combate creció significativamente, dada su coordinación y entrenamiento con la fuerza Barkhane.

La actualidad
En 2020, la estrategia de Barkhane sobre el terreno cambió de escenario. Del norte pasó al centro del país para liquidar a la versión local de Al Qaeda implantada en la zona. La estrategia fue exitosa pero sirvió de poco al objetivo de erradicar el terrorismo. Sí, debilitó a Estado Islámico, pero liberó los movimientos de su rival, Al Qaeda, que ocupó espacio y territorio.

Siete años de guerra, llevan a muchos políticos y analistas a cuestionar la presencia francesa en Mali. Muchos lo hacen desde la mala fe o la ignorancia. Son aquellos que pregonan la necesidad de un acuerdo político con los grupos alzados en armas.

Vale para la guerrilla tuareg del Azawad. De hecho, los acuerdos de Argel, aunque precarios, normalizaron la relación con el gobierno central. Sin olvido de la reivindicación independentista, se trata de un avance político, financiero y militar en dirección de la autonomía regional, al menos por el momento.

Pero no vale para la yihad. Ni para Estado Islámico, ni para Al Qaeda. Es que no quieren, ni pueden negociar con el Estado maliano. No lo reconocen como válido. Pretenden, por separado, integrar al Mali a un futuro califato islámico que abarque, en primer término, al mundo musulmán para, luego, conquistar el resto del planeta. Así, aunque suene a delirio.

Más allá de cualquier consideración política, el yihadismo no deja de ser –ni le interesa lo contrario- bandidaje. Secuestros, extorsiones, robos, narcotráfico, tráfico de armas conforman sus fuentes de financiamiento. Es su modo de vida.

De allí que cualquier salida de Francia represente, inevitablemente, un abandono. Un librar a su suerte a sus casi 20 millones de habitantes del Mali.

Es válido considerar que la vida de los soldados franceses es prioritaria sobre por sobre el terrorismo islámico y actuar en consecuencia. Solo que si se actúa en consecuencia, el hecho no se podrá disimular y al prestigio de Francia en África sufrirá un rudo golpe.

Y además debe tenerse en cuenta el componente exportable del terrorismo. Recientemente, el director de la Seguridad Exterior de Francia, Bernard Emié, en una de sus raras apariciones públicas, señalaba que el terrorismo internacional cuenta, actualmente, con dos epicentros: la zona fronteriza entre Irak y Siria, por un lado, y el Sahel, en particular, Mali, por el otro.

Los colocó en un igual nivel de peligrosidad. Pero cuando habló de Mali hizo hincapié en la posibilidad de ataques terroristas en la región y en Europa. En particular, provenientes de Al Qaeda. De la región, habló de la extensión al Golfo de Guinea, con mayor precisión, de Costa de Marfil y Benín. De Europa hizo alusión a “sus fronteras”.

Para aseverar lo antedicho, mostró un video de una reunión de la directiva de Al Qaeda de febrero 2020 donde el jefe de Al Qaeda en la región, el tuareg Iyad Ag Ghaly habla sobre dichos planes de expansión y donde informa del arribo de combatientes de nacionalidad extranjera al Mali.

Las etnias
Como casi todos los países africanos –no es el caso de los insulares- Mali es un “invento” colonial que responde a las decisiones administrativas de la potencia conquistadora europea, en este caso Francia.

A la hora de negociar la independencia, ni los administradores coloniales, ni las elites africanas tuvieron en cuenta la diversidad étnica, cultural, lingüística, socio-económica, ni religiosa de las gentes comprendidas dentro del futuro estado.

Mali, claro, no fue la excepción. Entre etnias y sub etnias, el país contabiliza 74 grupos humanos entre sus algo más de 20 millones de habitantes. Algunos solo cuentan con unos pocos miles, pero otros superan con creces el millón de individuos.

Ocho son las etnias principales que habitan Mali y que superan el millón de individuos en el territorio. Se trata de 6 millones de Bambara; 2 millones de Senufo; 1.8 millón de Soninké; 1,5 millón de Fulani, de Songhai y de Maninka; 1,3 millón de Dogón y 1 millón de Tuareg.

Para los colonizadores solo se trató simplemente de “negros”. Para las elites africanas vinculadas a las metrópolis, una oportunidad de dirigir y de apropiarse de los recursos de los nuevos Estados tras la independencia, jamás de atender las realidades poblacionales.

Tarde o temprano, el problema étnico explota, más allá de las buenas o malas intenciones.

Es que la intangibilidad de las fronteras, principio rector de las Naciones Unidas que reconocen la totalidad de los gobiernos del mundo choca contra la libre determinación de los pueblos no siempre predispuestos a la convivencia. Esa colisión resulta muy visible en el África postcolonial.

Así, en Mali, y en el Sahel en general, la cuestión tuareg es una cuestión recurrente siempre en vías de una resolución que nunca se alcanza, con intervalos de lucha armada y de negociaciones políticas sin solución de continuidad.

En primer lugar, si la pigmentación de la piel determina acercamientos y rechazos, los tuareg no son negros. Son, como todos los bereberes del norte de África, blancos.

En segundo término, no cuentan con un estado nacional. Tradicionalmente nómades del desierto, a la hora de las independencias en la década de 1960, nadie los tuvo en cuenta.
En tercer lugar, es una población diseminada entre varios Estados. Hay tuaregs en Argelia, en Burkina Faso, en Libia, en Níger, en Mauritania, además del millón censado en Mali.

La aspiración de gran parte de ellos es la constitución de un Estado independiente que llevaría el nombre de Azawad. Para ello, llevan tres rebeliones armadas a lo largo de la historia del Mali moderno. La de los años sesenta, la de los noventa y la del 2012.

Pero el reclamo de independencia/autonomía de los Tuareg no es el único desafío que enfrenta el exangüe Estado de Mali.

Ocurre que la violencia también se hace presente en las rivalidades inter étnicas. Así, desde el 2017, los ganaderos Fulani –también llamados Peul- enfrentan a los agricultores Dogon, en el centro de Mali. Enfrentamientos que ya costaron la vida de 728 personas y el desplazamiento de otras 14.700.

El 26 de enero pasado, jefes de aldeas de ambas comunidades firmaron tres acuerdos de pacificación. Acuerdos que reconocen la libertad de movimiento para todos, el retorno de los desplazados y a la no circulación de personas armadas.

El golpe de Estado
La “yihad” de Al Qaeda y Estado Islámico, el independentismo Tuareg, las violencias intercomunitarias, la frágil situación económica agravada por la pandemia del coronavirus junto a una consideración de fraude en las elecciones legislativas de mediados del 2020 facilitaron el golpe de Estado militar del 18 de agosto del 2020.

Claro que, en la actualidad, un golpe de Estado no goza de las miradas condescendientes propias de las épocas de la guerra fría.

Hoy día, África está gobernada por dirigentes surgidos de la voluntad popular –muchas veces trucada, es cierto-, manifestada en elecciones. Dicho estado de cosas hace que a la casi totalidad de los líderes les resulte inaceptable un golpe de Estado en el continente por aquello de lo que “hoy le pasa a mi vecino puede mañana ocurrirme a mí”.

Si los militares malianos tomaron el poder en una sola jornada y casi sin violencia, asentarse, en cambio, les fue sumamente complicado. Ni siquiera el hecho de la renuncia que presentó el presidente constitucional Ibrahim Keita alcanzó para aceptar el golpe.

Ya no se trató de las consabidas reclamaciones de los países centrales que suelen no ir más allá de alguna sanción. Se trató de la actuación decidida de los jefes de Estado de la CEDEAO, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental.

No solo fue repudio. Fue movilización. Desfilaron por la capital Bamako y advirtieron a los uniformados que no tolerarían un gobierno militar.

Así, el jefe golpista y veterano de la guerra contra los yihadistas, coronel Assimi Goïta (38 años), debió conformarse con la vicepresidencia del país y ceder la presidencia a otro militar, pero retirado, el general Ba N’Daw (70 años) y aceptar como primer ministro al diplomático Moctar Ouane (65 años).

El acuerdo con los jefes de Estado de la CEDEAO incluye el retorno a un gobierno surgido de elecciones a más tardar en 18 meses y el desistimiento por parte del coronel Goïta de asumir la presidencia en caso de renuncia, muerte o incapacidad del presidente N’Daw.
Golpe sí, pero condicionado, aunque golpe al fin.

Nota Mali:
Territorio: 1.240.192 km2, puesto 23 sobre 247 países y territorios dependientes.
Población: 20.851.000 habitantes, puesto 60.
Densidad: 17 habitantes por km2, puesto 212.
Producto Bruto Interno: 47.239 millones de dólares, puesto 108 (a paridad de poder adquisitivo, PPA). Fuente Fondo Monetario Internacional.
Producto Bruto Interno per cápita (PPA): 2.255 dólares anuales, puesto 159.
Índice de Desarrollo Humano: 0,434, puesto 184. Fuente Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Luis Domenianni
INT/BN/rp.

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