Por Eduardo A. Moro*****
Gobernar una nación es una tarea inmensa y muy difícil en cualquier época, sin perjuicio de ciertos espacios de serenidad provechosa que a veces se consiguen.
Cuando los acontecimientos de una sociedad como la nuestra son tan confusos, complejos y resultan casi una costumbre por su reiteración negativa a lo largo de los años, hablar sobre ellos implica casi una aventura del pensamiento, y mucho más aún el deseo de modificarlos.
Se convierten en algo así como un estado crónico de la sociedad, y el intento de cambiarlo a través de una nota o varias notas, suena presuntuoso o al menos insuficiente para la hondura y extensión de la dolencia.
Nos referimos a las diversas modalidades caracterizantes y siempre parecidas, en el caso de nuestro país, como son la polarización con sus violencias y odios implícitos y explícitos, desde las palabras hasta los hechos, lastimando las instituciones y la convivencia pacífica.
Repárese que las polarizaciones, aun cuando digan o crean fundarse en sustentos ideológicos, terminan siendo ejecutadas por personas y oligarquías dominantes y, como tal, cambiantes y transitorias.
Respondiendo esencialmente a los intereses y caprichos de quienes ejercen el poder en cada tiempo de manera personal, más allá de sus méritos o defectos.
Aspiracionalmente, los argentinos constituimos un país moderno, y hasta podríamos decir cosmopolita.
Sin embargo, no hemos podido desarrollarnos de manera coherente y compatible con tales aspiraciones de modernidad, y padecemos un estancamiento económico y social que, en términos relativos, constituye un retroceso.
De allí, la extendida sensación de frustración que acompaña a la distancia entre nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras realidades.
De la educación popular y la salud pública, hasta el tendido de las redes ferroviarias, los caminos y los niveles de expansión ocupando espacios vacíos, con ciudades, emprendimientos varios, y el inicio de un proceso fabril y manufacturero interesante, estamos hoy carentes de lo que teníamos hace setenta u ochenta años, por no pensar en lo que debía haber de reemplazos necesarios para el progreso, como los puertos, los puntos multimodales de transferencia de carga, los corredores bioceánicos y el desarrollo energético y siderúrgico, que siguen siendo promesas incumplidas.
Esto, por supuesto, sin olvidar la riqueza de nuestros recursos naturales, hoy insuficientemente aprovechados al punto que podríamos decir, con Alberdi, estamos en condiciones de mostrar al mundo “el cómico espectáculo de una opulencia andrajosa”.
Es probable que esto se deba a un desequilibrio entre los valores, los instrumentos y propósitos de la Constitución Nacional, y la ausencia en la práctica de actitud organizativa y productiva, con sentido federal, para integrar un régimen rentístico y económico que pueda atender y satisfacer los requerimientos siempre crecientes de una sociedad moderna y su población.
Ese desacople se alimenta de un espíritu político faccioso, enviciado con la atracción hacia una fuerte polarización metodológica que funciona en base al vencimiento total del otro, sirviéndose de la violencia excluyente y condenatoria de todo lo que es contrario.
Bien ha dicho Botana que ningún centro de poder puede confundirse con un centro de verdad, porque las verdades son siempre relativas, plurales, hay que analizarlas y, si es posible, llevarlas a ámbitos de consenso, a través de diálogos constructivos.
En la imaginación bienhechora de quien anhela algo diferente y mejor, cabe recordar como alternativa superadora de la polarización, lo que, en matemáticas y estadística, se conoce como “teoría de conjuntos”, que pone la mirada sobre las diversas partes que conforman un todo y deben servirse entre sí, al propósito del conjunto (sinergia).
Si esta visión se proyecta hacia la configuración de cualquier sociedad, advertiremos que sería perfectamente aplicable, metafóricamente, en cuanto relaciona o liga a todas las personas que la componen y los problemas generales, como parte de dicha sociedad.
Se puede apreciar que, si pensamos a la sociedad como un conjunto, sería elemental procurar que todos sus componentes sean capaces de relacionarse, de modo tal que puedan convivir y obtener resultados eficaces como partes integrantes de un mismo todo.
De ser así, resultaría sumamente inconveniente y perjudicial que, cualquiera sea el conjunto social, se conduzca en base a polarizaciones y violencias (entropía).
Por consiguiente, lo apropiado sería generar y respetar mutuamente actitudes, instituciones relacionales y modos de articular comportamientos que profundicen las coincidencias y atenúen las diferencias entre las partes que componen el conjunto.
Ese sería el fruto, a través de instituciones y no de mandones de turno, de las mutaciones civilizatorias que ha sufrido la humanidad, procurando limar las asperezas y lubricar los empalmes positivos, para evitar trabas que conduzcan a enfrentamientos violentos, de costos y sufrimientos innecesarios, ejercitando, con buena fe, el arte de la política para el bienestar general.
Así podríamos propender a hacer realidad la libertad pública, la civil, la económica y la cultural, a lo largo de nuestras vidas.
Esta reseña suena tan utópica que parece infantil, en presencia de un mundo que se despedaza a sí mismo y de países que aumentan su pobreza, su violencia o su capacidad destructiva.
Claro está, no compartimos un mundo de ángeles y la mejor prueba es que las Fuerzas Celestiales nos han enviado como sus representantes en la Argentina, en América y en el mundo, a los señores Milei, Trump y Putin, entre otros.
Es justo reconocer que, al mismo tiempo, nos ha llegado el regalo de las redes comunicacionales, manejadas por plutócratas impresentables, que nos suministran la anestesia suficiente para conformarnos con selfies, mensajitos de texto, audios, videojuegos y otros entretenimientos.
No ignoramos las aplicaciones útiles de la tecnología, que las hay para el bien de muchas personas, pero cabe reparar en que esa parcela bienhechora queda sepultada bajo la gravidez de haber encontrado el camino, a través de la técnica, para desdibujar hasta el humo, el alma, el corazón de los seres humanos y sus identidades reales.
Ante el reciente episodio electoral de la provincia de Buenos Aires, se ha reavivado la actitud combatiente de los protagonistas principales de la polarización, e incluso de algunos observadores y comentaristas, cuando no de ciudadanos atraídos por la tendencia combatiente.
Alguien a quien recordamos con cariño y respeto, solía decir que el único pez que no nada contra la corriente es el pez muerto. Sea o no verdad científica, lo cierto es que esta nota nadará contra la corriente belicosa y considera necesario hacer un llamado a la reflexión de nuestros conciudadanos y, especialmente, a los dirigentes políticos, sindicales, empresarios y culturales en general, para insistir en la necesidad de no volver a repetir patológicamente el enfrentamiento absurdo entre peronistas y anti peronistas.
No está en cuestión si existieron o aún existen diferencias o motivos que para algunos puedan justificar el nacimiento de los odios a través de las décadas y, si bien se mira, de los siglos, entre unitarios y federales.
El asunto es que nada útil se puede construir en un país sobre la base de que una mitad suponga que hay que extinguir a la otra mitad.
Es preciso desear y hacer lo necesario de buena fe, para que los unos y los otros podamos ser parte de un mismo todo y respetarnos mutuamente, como el caso de la teoría de los conjuntos.
Así como las conducciones personalistas son transitorias y llenan de incertidumbre sobre nuestro futuro al resto de los países del mundo, es conveniente dialogar entorno a las instituciones, que son lo permanente y, en su seno, a través de la democracia republicana representativa, de los partidos políticos y demás agrupamientos ciudadanos, practicar el diálogo, la argumentación, las propuestas y los modos de convivencia.
Las formas son tan importantes como el fondo, pese a lo que diga el señor Milei. La mejor demostración de ello es la creación y el funcionamiento de la diplomacia, que se ejercita en el mundo desde tiempos inmemoriales precisamente para facilitar, con buenos modales, los entendimientos o las limitaciones de las diferencias, o los tiempos de ejecución de las etapas de algún proceso compartido entre pueblos muy distintos.
Nada bueno puede resultar de que alguno de los grupos que se erija en ganador en algún momento, pretenda manejar el país a los empujones, a las patadas, ni con insultos.
Y muy útil seria todo lo contrario. Reconocer al otro, respetar al otro, escuchar su voz, reconsiderar nuestras ideas, analizar las ideas ajenas, empeñarnos en encontrar síntesis positivas y factibles.
No quisiéramos imaginarnos las elecciones de octubre como un campo de batalla. Deseamos que, desde ahora mismo, se comience a trabajar pensando en que es un momento importante, pero uno más de lo que podría ser un encuentro respetable entre argentinos que pensamos diferente, pero somos capaces de convivir y de llevar adelante medidas útiles para todos.
En “Educación popular”, Sarmiento imaginó a la Argentina como una gran escuela, para que todos sus habitantes pudiéramos alcanzar la libertad de la educación básica, aprender la canción patria y sentirnos una gran familia que habita un vasto territorio.
Qué bueno sería que seamos capaces de hacer realidad una convivencia pacífica y útil, cualquiera sea la idea política que sostengamos.
No se trata de renunciar a las historias ni a las banderas de cada uno, se trata de que todos podamos transformarnos a nosotros mismos en operadores prácticos y sinceros de una vida colectiva en paz y diversidad, asegurando la cordialidad y la decencia política para los tiempos.
P/ag.eduardoamoro.nuevospapeles/rp.