Fabián Lorenzini parecía hasta el viernes de la semana pasada una suerte de convidado de piedra. La decisión unilateral del gobierno lo había dejado en una posición incómoda —airada, casi— sin que el magistrado atinase a hacer valer su autoridad y sus derechos frente al decreto de necesidad y urgencia con base en el cual Alberto Fernández avanzara a expensas de Vicentín.
El único de los poderes en danza que podía poner en caja al presidente y frenar en seco su arbitrariedad, se había llamado a silencio. Si lo hizo o no conforme a una estrategia, a esta altura poco importa. Lo cierto es que luego de no decir esta boca es mía por espacio de siete días, alzó la voz y el que quedó despatarrado fue el jefe del Estado.
La decisión de reponer a los dueños en la conducción de la empresa y relegar a la categoría de veedores, a los comisarios políticos enviados desde Buenos Aires, generó un escenario completamente distinto al que imaginaba el kirchnerismo. En resumidas cuentas, obligó a los
actores a barajar y dar de nuevo.
Es posible que al juez no le haya pasado desapercibida la reacción popular que genero la táctica expropiatoria gubernamental, cuyo epitome estuvo dado por el “banderazo” del
sábado pasado. Si bien es imposible saberlo, lo que no resulta materia de discusión —en cambio— fue el efecto que esas manifestaciones, extendidas a lo largo y ancho de la geografía nacional, tuvieron en las tiendas oficialistas.
La ostensible tirria presidencial —que, una vez más, se fue de boca— y la de algunos cristinistas de paladar negro como el Cuervo Larroque —bien miradas y analizadas con cuidado— sólo trasparentó preocupación.
De manera similar, hace doce años, dio comienzo la puja del kirchnerismo con el campo, cuyo desenlace no se necesita recordar cuánto le costó a la administración entonces encabezada por la hoy vicepresidenta. La sombra de la 125 rondó la cabeza de más de un funcionario en el curso de los últimos días.
La lectura que en Balcarce 50 se ha hecho de los actos llevados a cabo el sábado en tantos lugares del país es errónea. Suponer que una parte importante de la ciudadanía habría de movilizarse de esa forma sólo para defender a una empresa que la inmensa mayoría recién conoció cuando el kirchnerismo intentó expropiarla, no resiste el análisis. Es posible que en la localidad donde nació Vicentín ello sea cierto. Pero en el resto de los territorios la gente salió a las calles con el propósito de oponerse a lo que juzga un ataque contra la propiedad privada.
El meollo de la cuestión reside en la defensa de un derecho que el 41 % que votó a la fórmula encabezada por Mauricio Macri considera en peligro. Con o sin razón, eso es lo que piensa esa inmensa minoría.
La que se halla sobre la mesa, a esperas de lo que resuelva el magistrado de Reconquista, es la propuesta del gobernador santafesino, tan interesado en el tema como timorato delante del poder central. Su aporte semeja un híbrido gestado a las apuradas y confeccionado para tratar de quedar bien con tirios y troyanos. Es difícil dilucidar cómo podría una oficina de ese estado provincial presentarse en el concurso abierto y solicitar la intervención de Vicentín. La Dirección de Personas Jurídicas —a primera vista— carece de competencia en la materia.
Como quiera que sea, la jugada de Omar Perotti se encuentra ahora en el centro de la escena y ha recibido tanto el rechazo enfático de los Vicentín como el respaldo explícito del gobierno nacional, que se ha aferrado a ella cual si fuera una tabla de salvación. Si se toma en consideración su necesidad de retroceder sin que se note demasiado el traspié sufrido, se
entiende el visto bueno de la Casa Rosada.
Si bien Alberto Fernández ha amenazado al juez y ha dicho que, si no decidiera en consonancia con la solución santafesina, redoblaría la apuesta e insistiría con el expediente de la expropiación, sus palabras tienen cada día menos peso. Lo que el presidente no termina de entender es que resulta siempre peligroso oficiar de primer magistrado y de gladiador mediá-
tico, a un mismo tiempo.
A Carlos Menem no se le hubiese cruzado por la cabeza hacer las veces de Carlos Corach y —salvando las distancias del caso— a Cristina Fernández no le interesaba polemizar todas las mañanas con el periodismo. Ésa era la función de Aníbal Fernández.
No comprender las diferencias y los riesgos en este particular asunto es lo que ha hecho que
el presidente luzca deslucido, ofuscado y falto de razones. Si alguien de su entorno le aconsejara abrir menos la boca, le haría un gran favor.
A semejanza de lo acontecido en la negociación con los bonistas, el gobierno ha dado, en el caso de Vicentín, pasos inconexos que dejan entrever un notable grado de improvisación. Por un lado, postergó otra vez —hasta el 25 de julio— la fecha de vencimiento para que aquéllos acepten o rechacen el plan de pagos ofrecido por la Argentina.
Por el otro, frente a la compañía de la localidad de Avellaneda generó un conflicto innecesario y ofreció la impresión de avanzar a tontas y a locas. Hizo suya la estrategia de la expropiación, como si fuera el non plus ultra, para archivarla después sin dar mayores explicaciones.
En apenas seis meses de ejercicio, la gestión de Frente de Todos hace aguas.
Por de pronto, no existe ni unidad de mando ni tampoco un plan con arreglo al cual administrar las políticas públicas en medio de una pandemia de alcance planetario y de una crisis —económica y social— inédita entre nosotros. En semejante contexto el gabinete aparece loteado y nadie sabe, a ciencia cierta, quién conduce.
Cuanto más énfasis pone Alberto Fernández en proclamar que él es el que lleva la batuta y no Cristina, más dudas ayuda a generar. Los hombres, después de todo, se jactan de lo que carecen.
¿Podría alguien imaginar a Néstor Kirchner saliendo al ruedo con el propósito de despejar dudas respecto de quién en verdad tomaba las decisiones trascendentales de su gobierno y sostener, contra los maledicentes, que era él y no Daniel Scioli el poderoso de turno?
¿Y a Raúl Alfonsín aclarando, urbi et orbe, que suya era la responsabilidad del derrotero que
llevaba la gestión radical nacida en 1983, y no de Víctor Martínez?
Pues bien, el elegido por Cristina Kirchner para sentarse en el sillón de Rivadavia no ha aguantado a pie firme la cohabitación. Debe explicar semanalmente quién manda. Así, el mensaje que irradia obra el efecto contrario al que pretende. Como señal no puede resultar más nociva.
De todas las amenazas, sinsentidos y zonceras expresadas por el presidente en estos días de tanto trajín, las que se llevan las palmas —aunque no dieran lugar a los comentarios que merecía— fueron las siguientes declaraciones: “Para resolver los problemas de la economía vamos a tener tiempo”.
Salvo que no hablase en serio —algo que resultaría inaudito— hay que preguntarse si sabe realmente dónde está parado. Por supuesto que no puede ser catastrofista aun cuando la situación —valga la redundancia— tenga tintes catastróficos. Pero suya es la obligación de poner en marcha, cuanto antes, un programa serio de reconstrucción —o como quiera llamárselo— ajeno a toda demagogia e improvisación.
Si hay algo de lo cual carece, es de tiempo, precisamente. Basta leer el informe hecho público
el último jueves por la Unión Industrial respecto del estado de las empresas a nivel nacional para darse cuenta que pisa un tembladeral. Nunca antes, desde que se inició la cuarentena, el gobierno ha estado en una situación más delicada.
La idea de volver a la fase 1 —que anida en la mente de Alberto Fernández y de Axel Kicillof— resulta, para parte de la ciudadanía, incomprensible. Como la capacidad de reprimir una rebelión de la gente que se negase a permanecer encerrada es —a medida que se extiende el aislamiento— cada vez menor, la probabilidad de que coincidan, en los días por venir, el pico de la peste y el hartazgo de la ciudadanía a quedarse en su casa, resulta alta. Sólo un crecimiento importante del número de muertes podría reponer el factor miedo al tope de las
preocupaciones, por sobre la sensación de hartazgo generalizada.
M & A, Dr. Vicente Massot
P/BN/rp.