jueves 25 abril 2024

Cuaderno de opiniones, «Las dos cárceles de Gramsci»

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Por Eduardo A. Moro

Franco Lo Píparo es un lingüista siciliano que en la tarea de explorar el origen y cambios de palabras, ideas y costumbres, tuvo inclinación hacia las contribuciones que en ese campo efectuaron grandes pensadores. Entre ellos L. J. J. Wittgenstein y -en particular- Antonio Gramsci (1891-1937).

La vida de Gramsci fue sacrificada y meritoria. Una vida de lucha y sufrimiento, –hasta con su propio cuerpo-, como periodista, y político de alcance filosófico. Muchos lo consideran el activista y teórico neo-marxista más creativo, intruso dentro de un espacio mental monolítico.

Su período intelectual más fértil transcurrió tras los barrotes del encarcelamiento político, entre 1926 y 1934, año este en el que Mussolini concede su libertad condicional signada ya por la enfermedad que lo llevará a la muerte en 1937.

Apartándose de la mirada estrictamente economicista, uno de sus conceptos más originales y complejos, destaca la incidencia causal de lo que llamó la hegemonía cultural. Introduce así otro factor esencial y más sutil en la caja de herramientas marxista. Destaca el formateo que las clases dominantes ejercen sobre las clases sometidas, a través del control del sistema educativo, el lenguaje, las instituciones religiosas, los medios de comunicación, las modas, y otros factores constitutivos del espectro socio cultural y económico.

Patrones impalpables que educan y adormecen a los dominados. Haciendo que estos vivan con naturalidad su sometimiento a la dominación superior. De modo inconsciente, inhibiendo así su potencialidad revolucionaria. La hegemonía virtuosa -si la hubiere- no debería ser única ni totalitaria. Debe funcionar con la dialéctica de consenso-disenso en libertad. Aparece allí la influencia que había ejercido sobre el pensador -durante su formación- Benedetto Croce.

Gramsci desborda el tradicional paradigma marxista y muere en plena crisis de análisis políticos en desarrollo. Su trabajo intelectual muestra la obsesión por la importancia del proceso formativo cultural para superar las injusticias. Por cómo elaborar pensamientos para actuar, o cómo las ideas se vuelven fuerzas prácticas. No sabemos cuál habría sido el destino final de su pensamiento evolutivo, dado que muere a los 46 años, joven pero castigado por una enfermedad terminal.

La impresión genérica y difusa de Gramsci lo presenta como un marxista a secas. Una víctima del fascismo por sostener el ideario comunista, sin reparar especialmente en el carácter crítico de sus aportes al marxismo originario, y -sobre todo- en sus cuestionamientos a la aplicación estalinista represiva en la Unión Soviética, con verticalidad mundial.

Lo Píparo se pregunta si las elucubraciones de Gramsi durante sus largos años de cárcel –en especial los treinta y tres Quaderni del carcere-, antes que obedientes al canon marxista, no deberían ser interpretados como la expresión de una crisis existencial y político-cultural. De un enorme desconcierto y hasta desencanto. Ellos mostrarían el retrato de un hombre que ha perdido certezas absolutas, y que busca una nueva brújula política y filosófica para orientarse.

En cartas a sus familiares, Gramsci les dice: «Me parece que si tuviese que salir ahora de la cárcel no sabría orientarme en el vasto mundo, no sabría introducirme en ninguna corriente” (ideológica), entre las dominantes por entonces: comunismo, fascismo y liberalismo “(…) a veces he pensado que toda mi vida ha sido un gran error, una equivocación». Esa capacidad de interrogarse pone de manifiesto su grandeza ejemplar, la originalidad que lo separa del cuadro marxista ortodoxo hermético.

Sus rebeldías hacia el sistema represivo del régimen ruso y las duplicidades de Palmiro Togliatti (1893-1964) lo llevaron incluso a pensar que había sido manipulado y traicionado, a tal punto que cuando Gramsci fue arrestado (1926) ya no es el Secretario General del PCI. Entra en la cárcel como un ex, despojado de la confianza de su partido, de Stalin y de la Internacional.

Sobre la línea política de Stalin –apañada por la Internacional- Gramsci va más allá de los contenidos y sus diferencias críticas alcanzan un límite más radical aún, reivindicando la legitimidad del disenso. Aquellos que disienten –dice Gramsci- no deben ser vistos ni sentirse como un grupo enemigo aprisionado o asediado que sólo piensa en la evasión y la salida sorpresiva. El disenso: un tema que no forma parte del arsenal marxista, sino de la cultura política liberal. Precisamente sobre eso giran las reflexiones de Gramsci en la cárcel y en las clínicas en las que estuvo.

Uno de sus conceptos más originales y complejos, es el de hegemonía cultural, que los factores dominantes articulan y ejercen sobre las clases sometidas, a través de la importancia directriz de lo intelectual, el control del sistema educativo, las instituciones religiosas y los medios de comunicación. Con tales instrumentos superestructurales, los poderosos educan e inducen a los dominados para que soporten sin reproches su sometimiento, y los acepten como algo natural y conveniente, inhibiendo disimuladamente su potencialidad revolucionaria.

Gramsci concibió también una hegemonía cultural que no fuera única ni totalitaria, y en todo caso mantuvo siempre su obsesión por advertir la importancia del proceso formativo de la cultura como factor de poder y dominación. Por explicar cómo se hacen pensamientos para actuar, o cómo las ideas se vuelven fuerzas prácticas. No sabemos cuál habría sido el destino final de su pensamiento evolutivo.

Al término de la guerra y cuando los vencedores deciden que Italia permanezca en la esfera de influencia de los países aliados, Palmiro Togliatti -con flexibilidad política- supo convertir la originalidad no marxista de los Quaderni de Gramsci, en la llamada vía italiana al socialismo. Así, el PCI practicó la socialdemocracia utilizando una retórica comunista. Protagonizó la reconstrucción de la institucionalidad italiana, y la sostuvo durante buen tiempo como el más importante partido comunista de occidente. Décadas después, Santiago Carrillo recorrerá similar periplo en España, acordando los Pactos de la Moncloa.

En su notable libro Las dos cárceles de Gramsci: la prisión fascista y el laberinto comunista, Lo Píparo ha escrito una suerte de gran parábola alusiva a los varios encierros que pueden atraparnos física y filosóficamente a lo largo de la vida, de modo consciente o inconsciente, expreso o tácito, pero encierros al fin. A cualquier individuo susceptible a muros y rejas de material o a ideologías invariables y acríticas.

Quizás comprende simbólicamente a las ortodoxias duras que -aún pasando por actos heroicos de acuerdo a determinadas coyunturas-, finalmente conducen a pérdidas de libertad. O a la contradicción absurda del inmovilismo pétreo de lo revolucionario, por la ceguera ontológica que caracteriza al fanatismo como actitud narcisista no solidaria.

La intolerancia, el sectarismo a ultranza se inclinan a sacrificar al todo por un espejismo absorbente. La obsesión en su pureza obstruye la posibilidad de convivir dentro de una misma ley plural –en sentido lato- porque no cree en el valor del respeto a lo diverso. El fanatismo lleva a imaginar una sinfonía monocorde: una orquesta que toca con una sola cuerda y una sola nota. Una música teñida de burocratismo incoloro, sin melodía ni tonalidad.

Cuando enfocamos la actualidad nacional, no hace falta mucho esfuerzo para apreciar la ausencia de grandeza y la pequeñez de nuestros enormes conflictos, frente a la olla a presión de pobreza estructural sobre la mitad de los argentinos y la elocuente decadencia integral. No aparecen aquí –por cierto- los Gramsci ni los Carrillo.

Se registran como exitosas, trayectorias y ocurrencias pedestres y corruptas, moldeadas por egoísmos personales y orgullos falsos. El espacio de respiración democrática se empobrece, desaparece el propósito y el desafío de generar nuevas condiciones constructivas. La infidelidad de la mala copia lugareña nos lleva a acentuar la oscuridad.

Si Gramsci padeció dos cárceles, el no kirchnerismo –donde me incluyo y quisiera compartir coincidencias con muchos peronistas, distinguiendo la paja del trigo-, sufre la cárcel de su impotencia para conseguir que se dialogue. Esto es: analizar, razonar- con ellos- buscando puntos mínimos de coincidencias, y administrar las diferencias en base al interés general. Ni la pandemia consigue que aflojemos la intolerancia. Al contrario, su tratamiento sigue también la suerte de esa división.

La única obra que hacemos en común, consiste en reforzar el muro de incomprensiones y lamentaciones que –como la flecha en el tiempo- viene de la historia, con repeticiones patológicas de los mismos errores. La vida parlamentaria, nacida para conjugar variables, ha sido esterilizada. Y el país continúa de la ceca a la meca.

Para intentar salir de este largo marasmo cuasi centenario, es indispensable reconocer responsabilidades mutuas, sin resentimientos abismales. Buscar encuentros políticos lúcidos, en lugar de enemistades infructuosas y agónicas.

En términos éticos -y de legítima defensa colectiva- sería lógico dar comienzo cuanto antes a esa tarea, sobrevivir en la emergencia y hallar alguna rendija de esperanza. No sólo como ilusión sino como oportunidad de regar juntos –laboriosa y urgentemente- un compromiso nacional digno de la condición humana.
Es justo la cosa simple la que es difícil, tan difícil de hacer. Berltolt Brecht
Eduardo A. Moro
CCBN/wwwnuevospapeles.com/nota/lasdoscarcelesdegramsci/rp.

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