Por Luis Domenianni
El 11 de octubre de 2021, Najla Buden Romdhane, la nueva primer ministro designada por el presidente Kais Saied quien, dos meses y medio antes, el 25 de julio de 2021 suspendió el Parlamento y concentró en su persona los poderes ejecutivo y legislativo, presentó al nuevo gobierno del país integrado por 25 ministros, entre los cuales un tercio son mujeres.
En el género reside la primera novedad del elenco ministerial tunecino. Y es que en ningún país árabe gobierna una mujer, mucho menos acompañada por nueve congéneres como responsables de distintos ministerios. Sí hay y hubo mujeres que gobernaron países musulmanes, pero no árabes.
Najla Buden, 63 años, nació en la ciudad de Cairuán considerada como la cuarta ciudad santa del islam y la primera de la región del Maghreb. Es ingeniera especializada en geología, materia en la que cuenta con un doctorado, y está dedicada a la enseñanza universitaria.
La segunda novedad, más que novedad, incógnita, es si Buden logrará los objetivos que trazó para su gobierno: “restaurar la confianza” y “luchar contra la corrupción”.
El tercer interrogante consiste en el margen de maniobra que dispondrá la flamante primera ministra, ante el acaparamiento de poder del presidente Saied tras suspender el funcionamiento del Parlamento.
La restauración de la confianza no es precisamente un problema menor. El propio Banco Central de Túnez, en su reporte sobre la situación del 6 de octubre del 2021, expresó “sus profundas preocupaciones” ante la “actual situación crítica”.
La gravedad de las finanzas tunecinas es tal que el nuevo gobierno inició, inmediatamente, conversaciones con los Emiratos Árabes Unidos y con Arabia Saudita con el objetivo de obtener préstamos que le permitan encarar sus obligaciones externas y atender los pagos internos a proveedores y agentes estatales.
La economía tunecina está prácticamente estancada. El crecimiento anual, en los últimos diez años, promedia el 0,6 por ciento. En tanto que la inflación supera el 6 por ciento anual, considerada como alta por el Fondo Monetario internacional. La pandemia del COVID afectó, en particular, al sector turístico que se recupera, en la actualidad, pero a ritmo lento.
A mediados de octubre de 2021, la agencia calificadora Moody’s bajó la nota de B3 a CAA1. Es decir que degradó a Túnez de “país de alto riesgo” a “país en mala situación de muy alto riesgo”. Remató el informe consiguiente con un lacónico “si no llegan importantes financiamientos, existe riesgo de cesación de pagos”.
La recurrencia a los Emiratos Árabes Unidos y a Arabia Saudita no es casual. Ambas monarquías se oponen a la vigencia del islam político -no yihadista-, algo que también lleva a cabo el presidente Saied contra el partido Ennhada, versión tunecina de dicho islam político.
Seguramente, para mostrar orden hacia sus eventuales donantes o financistas, es que la designación al frente del Ministerio de Economía recayó en Samir Saied, un banquero con treinta años de experiencia en el ámbito privado y en el público cuando fue director general del Banco de Desarrollo del sultanato de Omán.
Con todo, la incertidumbre política en derredor del futuro inmediato de la institucionalidad tunecina no hace sino complicar la situación económica cuya consecuencia inevitable es un malestar social que desembocó en movilizaciones de protesta en las principales ciudades del país.
La cuna de la primavera árabe
Fue en la República Tunecina donde todo comenzó. Más exactamente en la pequeña y somnolienta ciudad de Sidi Bouzid, 48 mil habitantes, capital de la gobernación del mismo nombre, ubicada en el centro del país.
Allí, el 17 de diciembre de 2010, un vendedor ambulante de frutas y verduras, Mohamed Bouazizi, se inmoló tras rociar sus vestimentas con combustible frente a la sede de la gobernación. No muerió inmediatamente, sino que, trasladado a la ciudad de Sfax y luego a la capital Túnez, agonizó hasta el 4 de enero de 2011 cuando falleció.
Bouazizi no se suicidó debido a su situación económica precaria con la que hacía frente a una familia de siete miembros. Lo hizo por su hartazgo de pagar coimas a los inspectores y policía locales para poder trabajar en las calles. Su paciencia quedó colmada cuando le fueron secuestrados su carro y su balanza y recibió un golpe de puño por parte de un agente policial.
El caso Buoazizi repercutió inmediatamente en todo el país. Razón: la corrupción generalizada y un hartazgo frente a la autocracia de Zine El Abidine Ben Ali quién gobernaba desde 1987.
Tras 23 años en el poder, Ben Ali debió exiliarse de apuro en Arabia Saudita donde murió en 2019. Las movilizaciones que comenzaron en Sidi Bouzid, se extendieron por todo el país, pese a la represión policial, y contagiaron a otros países árabes. El movimiento generalizado recibió el nombre de “primavera árabe”.
Se trató, en síntesis, de un reclamo de democracia y de derechos sociales. En general, las movilizaciones, conformadas por sectores medios, pretendían desalojar del poder a los autócratas y a las clases dirigentes eternizadas en el poder, garantizar las libertades públicas y poner punto final a la represión.
A ellos, se unían los sectores populares, cuyos reclamos versaban sobre el precio de los alimentos y la falta de trabajo.
La confluencia de unos y otros puso en jaque al egipcio Hosni Mubarak con treinta años en el poder; al dictador libio Muamar Gadafi, 42 años; al sirio Bashar Al-Asad, por entonces con 15 años, tras los 29 años de su padre Hafez Al-Asad; al yemenita Ali Abdullah Saleh, 21 años; al argelino Abdelaziz Buteflika, por entonces con 12 años.
Algunos países como Omán, Baréin y Jordania produjeron cambios que calmaron los espíritus. Otros como Catar o Emiratos Árabes Unidos, no registraron movilización alguna. En Arabia Saudita y Mauritania, las muestras de descontento fueron menores y no alteraron la situación.
Las protestas aún continúan, en la llamada segunda oleada de la primavera árabe, en Irak, Sudán y Argelia. En Libia, Yemen y Siria dieron origen a la guerra civil. Y en Egipto, un gobierno democrático islámico fue derrocado por las Fuerzas Armadas.
Solo en Túnez, donde todo comenzó, un gobierno republicano elegido en elecciones libres y transparentes alcanzó el poder.
Por amplia mayoría, la Asamblea Constituyente dotó de una constitución republicana al país en el año 2014. Desde entonces y hasta 2019, gobernó el país el abogado Mohamed Beji Caid Essebsi, jefe del partido laico Nidaa Tunes, quién falleció en el cargo.
En las elecciones de setiembre 2019, en segunda vuelta, triunfó el académico y jurista Kais Saied (63 años) quién gobierna actualmente el país. Dada su independencia, fue un soplo de aire fresco dentro del marco de la “primavera”. Dos años después cunden las dudas.
La deriva autoritaria
Todo cambió a partir del 26 de julio de 2021. Ese día, movilizaciones callejeras mediante, el presidente Saied “congeló” las actividades del Parlamento y despidió al primer ministro Hichem Mechichi.
Las circunstancias que rodearon la decisión comprendían, además de las movilizaciones callejeras que exigían la disolución del Parlamento, un pico en los contagios y las muertes provocados por la pandemia del coronavirus y una crisis política que enfrentaba al presidente Said con el partido islámico Ennhada.
Inmediatamente, el Ennhada calificó la acción del jefe del Estado como un golpe de Estado. En cambio, según la interpretación del propio presidente Saied, la decisión se mantuvo dentro de los límites constitucionales del artículo 80 que autoriza el “congelamiento” de las actividades parlamentarias ante un caso de “peligro inminente”.
En rigor, el reclamo de los manifestantes suele, como siempre, ser espontáneo y orquestado a la vez. A tal punto que mientras para los primeros solo se trató de poner punto final a las manipulaciones -corrupción mediante- del Ennhada, para otros es la pretensión de una continuidad del presidente en una transición que posibilite un cambio constitucional.
En Túnez, el régimen político existente responde a las características jurídicas del semi presidencialismo, donde el jefe del Estado reserva para sí algunas funciones como la defensa y las relaciones exteriores y delega el resto en el gobierno que encabeza un primer ministro.
Al congelar el Parlamento, el presidente Saied se atribuyó la potestad legislativa y al despedir al primer ministro Mechichi, acumuló todas las funciones del gobierno. La delegación en la flamante primer ministro Najla Buden Romdhane mantendrá, al menos en los papeles, las funciones propias de cada uno.
Al respecto, resta saber si dicha separación será real. Es que al ser “congelado” el Parlamento, Saied no encuentra contrapesos de tipo político. Es hoy el hombre fuerte de la República Tunecina.
Los antecedentes de Saied no parecen ser los propios de un aspirante a la dictadura. Se trata de un miembro destacado -llegó a la presidencia- de la Asociación Tunecina de Derecho Constitucional que trabajó como experto del Instituto Árabe de Derechos Humanos. Es autor de dos libros sobre derecho constitucional tunecino.
No es un revolucionario. Todo lo contrario. Se trata de un conservador partidario de la pena de muerte, de la desigualdad en materia de herencia entre hombres y mujeres. Se opone a la despenalización de la homosexualidad. Sus propuestas de cambio giran en torno a la descentralización del Estado y la revocación de mandatos para funcionarios electos locales.
Dichas posiciones conservadoras sirvieron para justificar acusaciones de islamista integrista por parte de opositores. Sus colegas constitucionalistas lo defienden. Niegan que sea integrista, salafista -islam riguroso-, ni siquiera islamista.
Quizás la medida que más entusiasmó a sus partidarios y a la ciudadanía fue el levantamiento de la inmunidad parlamentaria para los diputados “congelados” para enjuiciar a los implicados en asuntos de cohecho. En tal sentido, la aspiración presidencial consiste en el manejo directo de la procuración general del Estado.
La incertidumbre futura
¿Cómo deben ser interpretados los acontecimientos tunecinos? ¿Se trata solo de una transición o es el fin de la institucionalidad en el país? ¿Es el final definitivo de la primavera árabe? ¿Forma parte de una ola autoritaria que se expande por África y por el mundo?
Oír o leer cuánto dicen o escriben los nuevos miembros del gobierno tunecino no ofrece garantías en cuanto a un retorno a la normalidad institucional. Se trata de declaraciones que no resultan fáciles de creer. En particular, porque quedan rodeadas por hechos que desmienten las buenas intenciones.
Ejemplo: el 27 de octubre de 2021, solo 15 días después de la conformación del gabinete de la primera ministra Najla Bouden, la Alta Autoridad del Audiovisual (HAICA) procedió al cierre de una cadena de televisión privada e incautó sus equipos.
Por supuesto, no faltaron justificaciones. Que emitía sin licencia. Que, por tanto, era ilegal. Que existen sospechas de corrupción administrativa y financiera. Que es supervisada por el jefe de un partido político y que, por ende, influencia en los contenidos de la programación.
Este último es el punto clave. Efectivamente, Nessma TV, la emisora clausurada, pertecene a Nabil Karaui, excandidato presidencial y jefe del partido político Qalb Tunés, actualmente aliado del partido islamista Ennhada. Sin dudas, el todo exhala un perfume a autoritarismo y censura que contradice las declamaciones gubernamentales.
Y como si esto fuese poco, otra cadena privada, Zituna Channel, próxima al partido islamista Ennhada, sufrió idéntico procedimiento. En este caso, todo ocurrió horas después de una dura crítica emitida por un periodista del medio, en contra del presidente Saied.
La actitud frente a los medios de comunicación motivó una declaración crítica por parte del Departamento de Estado de los Estados Unidos que la calificó de avances contra la libertad de prensa y de expresión. Reclamó, además, el respeto por los derechos humanos y la conformación de una hoja de ruta para el retorno a un “proceso democrático” transparente.
Para algunos observadores internacionales y algunos politólogos tunecinos, aún queda un margen de duda respecto de las verdaderas intenciones presidenciales. Para todos ellos, la actual es una situación transitoria que debe decantarse en una dirección u otra.
En tal sentido, invocan dos posibilidades. O una hoja de ruta o un referéndum.
La hoja de ruta implicaría un calendario de retorno a la normalidad institucional que debería culminar con una elección legislativa, algo que recibe el visto bueno hasta del propio partido Ennhada. Ese calendario debería contemplar la redacción de las reformas a la Constitución tunecina y su aprobación o rechazo posterior.
El llamado a un referéndum representaría un intento de prolongar el actual estado de situación con el presidente gobernando por decreto, con capacidad para modificar leyes y presidiendo el consejo de ministros. Tres puntos de ruptura con la Constitución.
¿Cuáles son las posibilidades del presidente Saied de llevar adelante el referéndum? Muchas. Según las encuestas de opinión, el 80 por ciento de los tunecinos lo apoyan en su “lucha contra las elites políticas que decepcionaron al país”.
Si, por un lado, el derrotero tunecino, aún si es provisorio, invita a bajar el telón de la primavera árabe, por el otro, y más preocupante aun, incrementa el avance a nivel mundial del autoritarismo que encabezan China y Rusia.
No se trata, ni mucho menos, de un acercamiento deseado ni a China, ni a Rusia, pero implica un retroceso más para el otrora llamado mundo libre, caracterizado por el estado de derecho y la plena vigencia de los derechos humanos.
La Freedom House, una ONG financiada por el gobierno norteamericana, indica en su reporte anual un número creciente de países donde el autoritarismo avanza. Afirma que la regresión es verificable en 73 países y que la tendencia creciente se verifica por decimo quinto año consecutivo.
El continente africano acostumbrado a la vigencia de dictadores que baten todos los records de permanencia en el poder, presenció en 2021 los golpes militares en Mali, Guinea y Sudán. Con la República Tunecina suma el quiebre de una institucionalidad.
INT/Luis Domenianni/rp.