domingo 28 abril 2024

Estados Unidos: entre el complot contra la democracia y las calificaciones económicas

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Por Luis Domenianni *****

Es inversamente proporcional. A medida que las inculpaciones se acumulan por violaciones a la ley, su popularidad crece, fundamentalmente, entre los republicanos que parecen haber olvidado por completo la ética del mayor ejemplo que surgió de sus filas, Abraham Lincoln. Hoy, por el contrario, contemplan complacidos al opuesto, a Donald Trump.

La reciente acusación del procurador especial Jack Smith pone las cosas en claro: el intento del ex presidente Trump de “atarse” al poder con el argumento de un “fraude masivo” que posibilitó el triunfo del actual presidente Joe Biden fue, ni más ni menos, un “complot contra el Estado”.

Más aún, aquel argumento del “fraude masivo” exhibido sin pudor –nunca Trump mostró prueba alguna que justificara sus dichos- provocó el asalto de miles de militantes “trumpistas” sobre el Capitolio el 06 de enero de 2020, en un intento de impedir la certificación de los resultados de la elección presidencial.

Se trata de la primera vez que un presidente de los Estados Unidos es procesado por hechos ocurridos durante su mandato. Cabe recordar que el también republicano Richard Nixon renunció antes de ser inculpado por los hechos del Watergate, el espionaje sobre el cuartel general demócrata.

La gravedad del asunto no reside en la ocasión en sí. Aquello que está en juego es uno de los principales pilares de la democracia norteamericana: la transferencia pacífica del poder tras los resultados electorales.

Como en otros lugares del mundo, se da una suerte de ceguera entre aquellos que apoyan de buena fe al “sulfuroso” ex presidente. Creen a pie juntillas sus mentiras. “No aporta pruebas sobre cuanto afirma, no importa le creo igual”, parece ser la consigna entre sus múltiples seguidores.

Todo indica que Trump ganará sin desmayos la carrera para candidato presidencial dentro de las filas republicanas, habida cuenta del estancamiento de la campaña de su eventual rival, el gobernador de Florida, Ron DeSantis. Peor aún, bien puede ganar la presidencia en 2025, dada la edad de Biden -80 años- y sus flaquezas de salud.

Para la masa republicana, nada importa. No importan los 40 millones de dólares gastados en los equipos de abogados del ex presidente recolectados entre los aportantes voluntarios. Recursos que no son gastados en la confección de un programa electoral sino en la defensa de un acusado.

No importa que la mayor parte del tiempo del ex presidente que quiere volver a ser, sea utilizada en defenderse de las acusaciones en los tres juicios que ya carga sobre sus espaldas. Obviamente, tampoco en el cuarto juicio que se avecina por las presiones que Trump ejerció para dar vuelta el resultado en el Estado de Georgia.

En síntesis, no importa para esos republicanos la suerte del sistema democrático que el ex presidente intentó corromper. Por supuesto que existe una parte de los republicanos que no ignoran el intento desestabilizador que encabezó Trump. Pero aparecen como aletargados ante la virulencia de los partidarios del político multimillonario.

Fue así que ni siquiera una sola voz republicana se elevó el pasado 01 de agosto de 2023 para indignarse ante la equiparación formulada por el equipo de campaña del multi-acusado que igualó el libre curso de la justicia en un Estado democrático con el terror nazi o soviético.

En 1954, el abogado del Ejército de los Estados Unidos dejó al descubierto la impostura del mentiroso senador, también republicano, Joseph McCarthy en sus persecuciones a supuestos comunistas. Aquel abogado, Joseph Welch, puso las cosas en su lugar cuando preguntó, en audiencia pública, al senador si había perdido “todo el sentido de la decencia”.

De momento, no existe ningún Welch entre los miembros del partido Republicano. Por el contrario, Trump no solo se declara inocente, sino que habla, con desparpajo, de una persecución en su contra. Total, con la post verdad, el intento de copar el Capitolio, sencillamente, no existió.

Una calificación

La agencia de calificación financiera Fitch, una de las tres principales del mundo, bajó la notación para la deuda norteamericana –los bonos del Tesoro de los Estados Unidos- de triple A a doble A+. Es decir, de la total seguridad a un pequeño margen de duda.

Compensa Fitch mediante la definición de la perspectiva hacia adelante que pasa de negativa a estable. En lenguaje financiero, significa que no debe esperarse una nueva reducción para los tiempos inmediatos.

Las consecuencias serán visibles con el tiempo. De manera inmediata, las principales bolsas del mundo cayeron entre un 0,5 por ciento y un 2,5 por ciento.

¿Qué aduce Fitch? Que el déficit estatal norteamericano que se ubicó en un 3,7 por ciento en 2022 crecerá hasta un 6,3 por ciento durante el año en curso. Es decir, un 70 por ciento en un año. Que los enfrentamientos políticos y algunas resoluciones de último momento erosionaron la confianza en la gestión presupuestaria.

¿Qué contesta el gobierno de los Estados Unidos? A través de la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, aseguran que la decisión es arbitraria y fundamentada en “datos no comprobados”.

¿Qué retruca Fitch? Que el “deterioro” presupuestario se agudizará en los próximos tres años y que es previsible una carga de la deuda pública elevada y en crecimiento como resultado de varios “shocks” económicos, de reducciones de impuestos y de mayor gasto.

¿Por qué crece la deuda? Dos razones fundamentales: la reducción impositiva a los más ricos y a las empresas que proviene de la administración Trump y los gastos de la administración Biden para resistir a la pandemia y para relanzar la economía.

Sobre esta última cuestión debe tenerse en cuenta que el plan de relanzamiento de la economía de la administración Biden representó 1 billón 900 mil millones de dólares y elevó el déficit fiscal hasta un 12,3 por ciento del Producto Bruto Interno.

Poco más de un año después, la “Inflation Reduction Act”, consistente en un plan masivo de subvenciones para la producción de micro procesadores y la generación de energía desde fuentes renovables, representará para el Estado un gasto de 430 mil millones de dólares.

Junto a las principales, algunas secundarias. Por ejemplo, Fitch menciona al envejecimiento promedio de la población y a los gastos destinados a las personas de mayor edad como elementos que coadyuvan a la profundización del déficit de presupuesto del Estado federal.

La mirada histórica sobre la deuda norteamericana revela que desde 1960 a la fecha fue multiplicada por 78. Fueron los presidentes demócratas –Bill Clinton, Barack Obama y Joe Biden- sus principales impulsores. Y que hubo momentos de “cierre” de la administración federal pero que, hasta ahora, la cesación de pagos por parte del Tesoro fue evitada.

Con todo, junto a la negatividad descripta, aparecen datos objetivamente positivos. Es que pese al endurecimiento de la política monetaria que generó un alza espectacular de las tasas de interés desde marzo de 2022, la economía del país evitó una recesión previsible y un incremento del desempleo.

Por el contrario, el Fondo Monetario Internacional elevó recientemente en 0,2 puntos a la previsión de crecimiento para el corriente año que ahora es del 1,8 por ciento del Producto Bruto Interno.

Considera que los datos alentadores provienen de la expansión del consumo como consecuencia del “técnicamente” pleno empleo y, por ende, de los salarios crecientes que impulsan la actividad productiva.

Una de cal y otra de arena.

El desafío chino

Si los presidentes demócratas suelen ser “gastadores” con los recursos públicos y los republicanos, lo contrario, en materia de política exterior, también surgen diferencias, aunque no tan nítidas, entre los jefes de Estado, según su proveniencia.

Así, habitualmente, los demócratas prestan mucha atención a las cuestiones de política exterior, en tanto que los republicanos prefieren la mirada interior. Con todo, la cuestión no es tan lineal. Los Bush –padre e hijo- se metieron en guerras contra el irakí Saddam Hussein, por citar solo un ejemplo que discute el enunciado.

Con “America first” –América primero- como slogan, el ex presidente Trump quiso deshacerse de varios conflictos preocupantes para la defensa norteamericana. Así, intentó un acercamiento con el dictador norcoreano Kim Jong-un y no ocultó su admiración por el autócrata ruso Vladimir Putin.

El presidente Biden, en cambio, pese a que retiró las tropas norteamericanas de Afganistán y posibilitó el consiguiente triunfo talibán en la guerra civil de ese país, retorna a la tradicional política de ubicarse al lado de las democracias y en frente de las dictaduras.

Nunca nada es del todo lineal, pero en las dos áreas prioritarias de la política exterior de los Estados Unidos, la actual administración demuestra previsibilidad. En el Pacífico, enfrenta a China y en Europa, enfrenta a Rusia.

Claro que todo tiene sus bemoles. El presidente Joe Biden no escapa a la regla de las democracias –y de los demócratas- de intentar evitar la militarización de los conflictos. Se trate de China o de Rusia.

Una regla teñida de pacifismo que dio lugar a tensiones cuasi bélicas a nivel mundial como producto de las indecisiones norteamericanas tras la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra de Corea. Con altibajos, esas tensiones continúan en la actualidad y obligan a un gasto militar creciente.

Comencemos por el Pacífico, la prioridad uno de la política exterior norteamericana. A primera vista, China es el adversario y Corea del Norte, el enemigo.

Es un análisis simplista. Cierto es que el régimen dictatorial de Corea del Norte se presenta como particularmente agresivo. Cierto es que constituye una intimidación permanente para Corea del Sur y para Japón. Cierto es que con sus misiles balísticos intercontinentales amenaza la costa oeste de los Estados Unidos.

Pero, la política agresiva de la camarilla que dirige Corea del Norte solo pretende subsistir frente a la amenaza no militar que representa el éxito económico-social del régimen liberal opuesto de Corea del Sur. De allí que, sin bajar la guardia, las chances de conflagración, si bien existen, son limitadas.

China, en cambio, es el adversario con olor a enemigo encubierto. China desafía a Estados Unidos por la supremacía mundial. Pretende un cambio en las relaciones internacionales a partir de una “inocente” multipolaridad. No es otra cosa que un cambio de paradigma: pasar de la supremacía del estado de derecho y los derechos humanos a una dictadura lisa y llana.

No se trata solo de un desafío económico, válido como tal. Se trata de la pretensión bélica de invadir Taiwán y de cerrar el Mar de la China Meridional a la libre circulación de barcos y de productos.

El presidente Biden acaba de aprobar una ayuda militar por 345 millones de dólares destinada a Taiwán. Pretende así reforzar la capacidad disuasiva de las fuerzas armadas taiwanesas frente a la amenaza china. No es mucho, pero es un cambio cualitativo de importancia que da inicio a una equiparación de la política frente a China con su homóloga frente a Rusia.

¿Qué hacer con Rusia?

La muy importante ayuda militar norteamericana a Ucrania en la guerra suscitada por la invasión rusa, proviene de dos fuentes. Por un lado, los recursos que la administración Biden libera para la estabilidad del gobierno y el ejército ucranianos. Por el otro, la entrega de armamento existente en los arsenales norteamericanos, tal como acaba de ocurrir con Taiwán.

Si Biden duda entre calificar a China como adversario o como enemigo, esas dudas se disipan frente a la Rusia de Vladimir Putin. Es, a todas luces, un enemigo que pone en peligro la estabilidad europea y mundial.

No obstante, a la hora de enfrentar al enemigo, la determinación es cuando menos dudosa. ¿Es acaso total el apoyo a Ucrania? ¿Hasta dónde llega? ¿Durará hasta que la invasión sea rechazada y todos los territorios resulten recuperados? ¿Incluye a los oblast –provincias- de Donetsk y Luhansk recientemente anexionadas? ¿No excluye a Crimea?

Nada es claro. Es más, la reciente “omisión” por parte de Estados Unidos y Alemania en invitar a Ucrania a formar parte de la OTAN una vez la guerra terminada, demuestra que una eventual vía negociadora con Putin no está cerrada.

Peligroso. Muy peligroso, por tres razones. La primera es la clásica flaqueza de las democracias frente a las dictaduras. Es decir, del pacifismo frente a la agresividad. La segunda proviene del desgaste de la moral del pueblo y del gobierno ucraniano que tarde o temprano sobrevendrá. La tercera, como consecuencia de ambas, es una victoria del autócrata ruso.

Obviamente, no será una victoria en toda la regla, ni mucho menos. Pero será presentada como tal con que solo alguna anexión de territorio ucraniano a Rusia sea reconocida internacionalmente.

Se tratará de una repetición de aquella partición de Checoslovaquia que Francia y el Reino Unido aceptaron en 1938 en la creencia que preservaban la paz ante las ambiciones de otro autócrata: Adolf Hitler.

No fue así entonces y difícilmente lo será ahora. Mientras tanto, Putin avanza. Las banderas rusas desplegadas en Niamey, capital de la República de Níger en África, tras el golpe de Estado militar en ese país, lo demuestran. El “cacareo” político de los Brics –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica- lo confirman.

Tal vez, al final del camino, China y Rusia se vuelvan a enfrentar como lo hicieron en el pasado. Mientras tanto colaboran para imponer sus visiones autoritarias y chauvinistas del mundo. En frente, las dubitativas democracias.

De todas formas, no se puede acusar al presidente norteamericano Joe Biden de “desentendido”. No mira para el costado. Pero tampoco resulta comparable al inglés sir Winston Churchill.

INT/ag.luisdomenianni.vfn/rp.

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