A diferencia de lo que nuestra emoción nos dicta, es justamente en los momentos de crisis y desesperanza cuando más debemos ejercer nuestro derecho ciudadano
Por Dr.Jorge Enríquez (*)
La democracia no termina en el voto, pero comienza por él. Los ciudadanos disponemos de muy variados canales para participar de los asuntos de interés público. Sin embargo, dado que, aunque existen formas excepcionales y entre nosotros poco usadas de intervención más directa en las cuestiones públicas, como las consultas populares o la iniciativa popular, la regla sigue siendo que nuestra democracia es representativa. Por lo tanto, nos guste o no, seremos gobernados por los representantes que surjan de las elecciones.
En tiempos de crisis, sobre todo cuando esta es prolongada, la gente manifiesta su insatisfacción con la política. A veces, el sentimiento es más profundo y se traduce en indignación. En esas ocasiones, es bastante natural que muchas personas no quieran votar. Frente a las emociones, suele ser inútil ofrecer razonamientos que las refuten. Pero es lo que voy a intentar, porque creo que vale la pena.
A diferencia de lo que nuestra emoción nos dicta, es justamente en los momentos de crisis y desesperanza cuando más debemos ejercer nuestro derecho ciudadano y votar. Quienes no lo hacen, o votan en blanco (o de manera tal que su voto les sea anulado, que a los efectos prácticos es lo mismo), sienten que quedan al margen del proceso político y que no se contaminan eligiendo a candidatos que no les resultan plenamente confiables. Incluso pueden tener la momentánea tranquilidad de que cualquier fracaso posterior no se les puede adjudicar a ellos.
El problema es que algunos de los candidatos triunfarán y gobernarán, como presidentes, gobernadores, jefes de gobierno, senadores, diputados, etc. Si ganan los peores, esa sensación de serenidad por no haber participado de su elección no debería ser tal. Lamentablemente, no votar es también una forma de participar de las elecciones. Si, para extremar el ejemplo, el candidato menos malo no hubiera ganado por un voto, esa abstención debería pesar en la conciencia del elector que prefirió quedarse en su casa.
Y lo mismo cabe decir respecto de las PASO. Es verdad que son muy cuestionables. La Argentina tiene un sistema casi único en el mundo por el que obliga a votar en elecciones internas a personas que ni siquiera están afiliadas a los partidos que postulan candidatos. Y deben hacerlo aunque en esos partidos no haya competencia efectiva. Pero mientras no se lo reforme, el sistema es así y tiene, además de las jurídicas, consecuencias políticas.
En efecto, en el caso de la elección presidencial la Constitución Nacional prevé dos vueltas. No obstante, en los hechos, desde la introducción de las PASO son tres las etapas. Las PASO operan como una suerte de primera vuelta. Y, aunque no corresponda, se pone el foco más en los precandidatos que en los partidos. Por eso, al final del día se anuncia quiénes ganaron no solamente dentro del partido o coalición de que se trate, sino en general. Así, un precandidato único en un partido puede afirmar que ganó, aunque la suma de los votos de los precandidatos de otra agrupación arroje una cifra mayor.
Eso, por supuesto, está mal, pero es inevitable. Y tiene un indudable impacto político. De ahí que quien, por ejemplo, se sienta más afín a las ideas de Juntos por el Cambio debería votar en las PASO para que esa coalición llegue con más fuerza a las elecciones generales.
Quien no vota suele ser el que está más disgustado con la situación de la Argentina. Por ende, es quien debería querer un cambio profundo. La paradoja es que con su abstención sólo contribuye a mantener el status quo y a que sigan gobernando aquellos que manejan las redes clientelares. Los cambios no se producen por generación espontánea. A los ciudadanos nos toca ponerlos en marcha con nuestros votos. Después, no sirve llorar sobre la leche derramada.
(*)Presidente Asociación Civil Justa Causa; ex Diputado Nacional, JxC, PRO.
P/ag.jorgeenríquez.vfn/rp.