Crecí en una familia de campo, una familia tradicional para la cual los animales
habían sido creados al servicio del hombre. Los perros cuidaban la casa, trabajaban con la hacienda o satisfacían los juegos de los niños y se adaptaban a quien les tocara en suerte. Sin embargo, cada noche, mis amigos los animales, adquirían otra entidad.
Una y otra vez, la dulce voz de mi madre daba vida a las páginas de El libro de la selva, a los cuentos de los hermanos Grimm, a Andersen o a Quiroga y nos deleitaba con las canciones de María Elena Walsh, en las que las tortugas iban a la peluquería, los gatos usaban galera y las vacas estudiaban en la escuela.
Pero en el mundo real, las vacas iban a parar al matadero, los monos pasaban sus vidas en jaulas con el único objetivo de entretener a la gente, y a los perros de la calle se los llevaba la perrera y nunca más volvíamos a saber de ellos.
Durante los largos veranos en el campo familiar, al sur de la provincia de Buenos Aires, sobre la playa, rescatábamos pingüinos, delfines y lobos de mar, que llegaban a la costa impregnados de alquitrán o enfermos, en su camino hacia la Patagonia. A lo largo del tiempo crié avestruces, zorrinos, liebres, palomas, gatos, perros y ovejas, cualquiera que se encontrara en dificultad.
Más tarde, quise ser veterinaria; pero durante mucho tiempo, la vida me llevó hacia otros horizontes y trabajé como periodista de arquitectura, arte y decoración durante veinte años. Mostraba las bellezas ocultas de mi país y viajaba incansablemente.
Llegó un día en el que una dolorosa ruptura de amor me llevó a tomar otros rumbos y me retiré al campo en soledad, a lamer mis heridas, como tantas veces lo había visto hacer en el reino animal.
Durante mis recorridos por la provincia de Buenos Aires, veía animales desesperados, desgarrando bolsas de basura, madres hambrientas a la caza de alimento para sus cachorros, cuzcos extraviados, enfermos y cadáveres tirados a los costados de las rutas.
Ante los casos más desesperantes, detener el auto se convirtió para mí en una costumbre. Veía entrar a un ser asustado que, entre la desconfianza y la esperanza, se entregaba a su nuevo destino. Con cuidado y tranquilidad, en poco tiempo recuperaba la alegría y las ganas de vivir. El agradecimiento me emocionaba. Intentaba imaginar las historias detrás de esas heridas y, ante mi asombro, casi siempre hallé un error humano o, al menos, una responsabilidad.
Me acerqué entonces al refugio de perros del pueblo más cercano a donde vivía, en el partido de Luján. Una vez a la semana, limpiaba caniles, recibía animales moribundos y ayudaba en lo que podía. Pero a pesar del esfuerzo cotidiano de un puñado de mujeres, poco cambiaba la realidad de esos seres sufrientes, desesperados, atrapados en un sistema precario al que nadie daba demasiada importancia.
Descubrí que, en cada rincón del país, sucedía algo parecido y que muchos corazones y esfuerzos individuales hacían lo imposible por salvarlos, pero que colectivamente poco cambiarían. Pedí ayuda. Me informé acerca de lo que hacían en otros países y a partir de ese momento, supe que quería cambiar esa realidad; la de mis amigos de la infancia.
Creé una fundación, Fundación Zorba, con el objetivo de ayudar a mis amigos y desenmascarar el mundo clandestino de las carreras de galgos. En el camino, compartí momentos felices o menos, con amigos, voluntarios o compañeros esporádicos.
Estas historias son solo algunas de las que atesoré durante todos estos años, entre los cientos de animales que se cruzaron en mi camino o yo en el de ellos. Y con cada silueta que recuperó sus formas, en cada mirada de ojos tristes, encendida, con los saltos, ladridos y lengüetazos, mis heridas fueron cicatrizando y encontré yo también aquella alegría perdida.
Muchos de ellos ya no están, pero se fueron habiendo conocido la mano del hombre que acaricia… Otros corren todavía a mi lado, viven y me acompañan en esta aventura diaria: la de ayudar a mis amigos de la infancia.
“Correr para vivir”: prólogo del libro que revela el mundo de las carreras clandestinas en el país, en connivencia con las autoridades de cada lugar.
Isabel de Estrada
FundacionZorba/Facebook/Instagram
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IG/BN/CC/rp.