Y seguimos en esta eterna cuarentena que detuvo el ritmo habitual del mundo y cambió costumbres, reglas, humores, estados, espíritus, y tanto más. Y se hizo el silencio en las ciudades, los cielos, las calles y las rutas. Desaparecieron las mil y una distracciones y el movimiento perpetuo. Repentinamente nos encontramos entre cuatro paredes, con nuestras familias. O solos.
Y nos miramos con detenimiento entre nosotros (los que compartimos casa), o hacia nosotros, los que no. Y así, fuimos descubriendo a quien teníamos al lado bajo otra luz, la de la pausa, el tiempo largo, la necesidad. Por momentos revelador, a veces caótico, intenso, alegre o terrible. Y sin el ruido y el hormigueo, descorrimos velos. Y ya sin ellos, percibimos luces, y sombras, en estado puro.
Afuera, los espacios desocupados se poblaron de aquellos “otros” originarios pobladores. Los que ignoramos, corremos, eliminamos, pero que persisten y sin que nos percatemos, allí están, para recordarnos que pertenecemos también al mundo natural. Con el transcurrir de los meses hubo quienes se encontraron tan cómodos entre los muros de su casa, que quisieron mejorarlos aún más, e incorporar algo de esa naturaleza perdida.
Los relojes se detuvieron, y llegó la hora de los sueños postergados. Que la felicidad de quedarse en casa fuera completa. Me animaría a asegurar, que no existe una familia en que al menos uno de sus integrantes no haya soñado con tener un perro a lo largo de su vida. Y con la misma seguridad, diría que al menos la mitad de aquellos que lo anhelaron, por una razón o por otra, no lo hicieron. Tiempo, trabajo, dinero, espacio.
Pero quizás por primera vez en nuestras vidas, nos encontramos sin objetos para consumir y con pocas necesidades materiales. La sensibilidad a flor de piel y una sensación desconocida, por descubrir. Y empezamos a cumplir los sueños postergados. Hasta que un día, los teléfonos de los refugios y las asociaciones protectoras de animales, no pararon de sonar. Y aún lo siguen haciendo, gracias a Dios!
Y en muchas casas la entrada de un perro, significó la vida natural, tan vapuleada, ignorada, maltratada. Nosotros, circulábamos con barbijos, entregando seres inocentes que poco entendían lo que pasaba. Por representar una promesa de calor, amor, diversión, emoción, reencuentro. Exigiendo poco, o nada. Tan solo con el compromiso del amor, y el cuidado.
Todos los que acompañamos a nuestros rescatados en este recorrido, porque no confesarlo, nos hemos preguntado lo que sucederá cuando las distracciones y las infinitas lucecitas de neón vuelvan a brillar, y nuestro espíritu volviera a tentarse por atender lo inmediato, lo urgente, acelerando nuestras vidas. Y como siempre tenemos la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, de creer o no, de apostar o no hacerlo y de pensar que todas las crisis vienen acompañadas de aprendizajes.
Muchos de nosotros, elegimos entregar esos valiosos tesoros que son nuestros protegidos. Esos seres salvados del hambre, el miedo y el sufrimiento, a quienes acompañamos en su proceso de recuperación hasta vislumbrar nuevamente el brillo de sus ojos. Cuarentena bendita, cuarentena llena de posibilidades y descubrimientos. Cuarentena de dolor, planes fallidos y universos por descubrir! Allí están, los hijos perrunos de la cuarentena en sus hogares. Para siempre?
Isabel de Estrada – www.fundaciónzorba.org
Autora de “Aullidos en el Viento”, “Correr para Vivir”, “Perros sin collar”, “Buenos Aires Guau”
IG/BN/CC/rp.