Por Luis Domenianni
Beirut. El Líbano cuenta con un nuevo viejo primer ministro aunque, de momento, no cuenta con un gobierno. ¿Paradójico? No. En el Líbano nada es paradójico. O todo lo es. Saad Hariri (50 años) fue designado por el presidente Michel Aoun (85 años) como nuevo jefe de gobierno, justo un año después de su despido del mismo cargo, reclamado por la contestación callejera en Beirut y otras ciudades.
Pero el nuevo primer ministro enfrenta la nada sencilla tarea de formar gobierno. Complejidad que emerge de la calidad confesional de la política libanesa que obliga a todo el mundo a ponerse de acuerdo… para no hacer nada.
Así, Hariri debe consultar con todos y cada uno de los jefes religioso-políticos aliados antes de anunciar que está listo para comenzar a gobernar. Necesita el acuerdo de cada uno y de todos esos jefes para asignar los ministerios, cuyos titulares lo serán por “sugerencia” de dichos jefes. Nada más acertado para dotar de debilidad a un gobierno.
Fue el 29 de octubre del 2019, cuando Hariri –jefe no electo, a su vez, del partido más importante de la comunidad musulmana sunita- renunció a su cargo de primer ministro, luego de trece días de manifestaciones “anti sistema” que recorrían Beirut y el resto del país.
¿Cambió algo desde aquel octubre del 2019 al octubre de 2020? No, no cambió nada. O sí, todo cambió para peor.
De un lado, la situación del país es, lisa y llanamente, de bancarrota. Existe un dólar oficial cuya cotización es de algo más de 500 libras libanesas y un dólar que es comercializado en el mercado negro a poco más de 1.500 libras libanesas. Una brecha del 200 por ciento.
El hundimiento de la moneda está acompañado por un deterioro de proporciones en los salarios, por un desempleo que crece sin parar, por la falta de inversión, por inflación y por un éxodo de profesionales y cuadros que buscan mejores horizontes. El cóctel explosivo es completado –sin entrar aún en la política- por una corrupción endémica.
La crítica situación es la razón de la calificación de “escenario a la venezolana” del que hablan los medios libaneses para describir el estado de cosas en el país de los cedros, otrora conocido como “la Suiza del Medio Oriente”. Dos datos al efecto: la inflación supera el 100 por ciento anual y la tasa de pobreza se ubica en alrededor del 50 por ciento de la población.
Este estado de cosas, más el cansancio de una contestación que puso en jaque pero no pudo vencer al sistema político confesional del Líbano, fue determinante para el retorno de Hariri, sin dejar de tener en cuenta su capacidad para moverse entre las bambalinas de la política libanesa y su resolución para impedir que surja un oponente dentro de la comunidad sunita.
De tal palo…
De nacionalidad libanesa, pero nacido en Riad, Arabia Saudita, Saad es el segundo hijo de otro primer ministro, Rafiq Hariri, asesinado en febrero del 2005 mediante la explosión de un coche bomba. Precisamente, fue en Arabia Saudita donde, petróleo mediante, Rafiq acumuló una fortuna a través de contratos para obras públicas con la familia real saudí.
En su retorno a su Sidón natal en el Líbano, durante la guerra civil que duró desde 1975 a 1990, Rafiq diversifica sus inversiones. Su salto enorme fue la reconstrucción de algunos barrios del Beirut devastado.
Rafiq es un hombre de los sauditas y, como tal, un enemigo para su vecino, el autócrata sirio Bashar al-Assad, aliado del gran rival de Arabia Saudí: la teocracia que gobierna Irán.
Pocos días después de una discusión en Damasco, Siria, donde Rafiq fue amenazado con “represalias físicas” por parte de Assad debido a su oposición a la continuidad del cristiano pro sirio Camille Lahoud como presidente, el primer ministro libanés muere a consecuencia de un atentado con un coche bomba que explota junto a la camioneta que lo transportaba.
Las investigaciones condujeron invariablemente a la pista de los servicios de inteligencia sirios que utilizaron a miembros del Hezbollah –shiíta- libanés para el magnicidio. La apertura de un juicio siguió un tortuoso camino que recién posibilitó su comienzo en 2015 -10 años después- y que arrojó como saldo la condena, en agosto del 2020, de un presunto miembro del Hezbollah.
Desde entonces, los Hariri diversificaron su imperio económico valuado en algo más de 10.000 millones dólares. Activos bancarios, inmobiliarios, industriales, petroleros y, por supuesto, mediáticos forman parte de la extendida red Hariri.
El segundo hijo de Rafiq, Saad, arranca su carrera política a la edad de 35 años, inmediatamente después del homicidio de su padre y de la mano de su tía Bahia Hariri, diputada por la circunscripción de Sidón, tercera ciudad del Líbano por población.
Aliado con el sector del otrora jefe operativo de una fracción cristiana durante la guerra civil, Samir Gagea, y con el sempiterno líder druso, Wallid Jumblad, Hariri ganó las elecciones legislativas del 2009.
Así, en 2009, Saad es, al igual que ahora, designado primer ministro encargado de formar gobierno, pero debe renunciar dos meses después tras fracasar en el intento.
Vuelto a votar, logra formar un gobierno que dura poco más de un año y medio. Un quinquenio después, en diciembre de 2016, Saad Hariri recupera el cargo de primer ministro y se mantiene en el poder tres años, hasta enero del 2020.
La renuncia de Saad es toda una novela de suspenso político. Primero, porque la formula y la anuncia desde el exterior del país. Fue en noviembre de 2017 desde Riad, la capital saudí, durante un discurso difundido por la cadena saudita de TV, al-Arabiya.
Luego porque evoca la posibilidad de su asesinato por parte del Hezbollah y porque denuncia el dominio de Irán sobre el Líbano.
La continuidad de Hariri en Riad determina que el gobierno libanés reclame ante Arabia Saudita por su retorno. Nadie sabe, a ciencia cierta, si está libre o está preso.
Cuatro días después retorna al Líbano y junto a su enemigo, el presidente Michel Aoun, anuncia que “suspende” su renuncia y recupera su cargo.
Semejante “vaudeville” no hizo sino confirmar el hartazgo que experimenta una amplia franja de la población libanesa respecto de los tejes, manejes y entuertos de una clase política aislada por completo de la realidad cotidiana de la inmensa mayoría de compatriotas.
El sistema confesional
Desde 1943, en ocasión de la independencia de Francia, el Líbano es una República del tipo semi-presidencialista, bajo un cuadro confesional que atribuye cargos y proporciones de poder a las distintas comunidades. En la práctica, a los jefes de los distintos partidos políticos de dichas comunidades.
Así, el presidente de la República debe ser un cristiano del rito maronita; el primer ministro un musulmán de la vertiente sunita; y el presidente de la Cámara de Diputados, un musulmán shíita.
La competencia electoral, si bien reconoce la existencia de partidos políticos, queda limitada a la disputa por cargos y bancas previamente distribuidos confesionalmente.
Existen pues diversos partidos políticos confesionales. Por ejemplo, entre los cristianos, son cinco las agrupaciones que compiten entre sí por los cargos asignados al sector confesional.
Entre los musulmanes, dos partidos representan a la comunidad shíi y cinco a los musulmanes sunitas. Existe un único partido druso y dos partidos laicos que intentan revocar el sistema confesional.
Cabe destacar que, como el voto es universal, todos los ciudadanos votan todos los cargos y representaciones independientemente de su propia confesión. Así, un shiíta votará por un cristiano para una banca reservada para los cristianos. Y un cristiano, a su vez, votará por un druso si se trata de un cargo reservado para drusos.
El sistema funcionó aceptablemente hasta la guerra civil que comenzó en 1975. Entonces, ocurrió aquello que el propio sistema confesional pretendía evitar: el enfrentamiento entre comunidades.
Bastó la puesta en práctica del interés contenido por parte de Siria de anexar, sino todo el territorio libanés, al menos una de las ocho gobernaciones en que se divide el país, para que todo explotara: la del Valle de la Bekáa.
Es que un cultivo tradicional del Valle de la Bekáa es… la amapola. O sea, el opio. O sea, la heroína. En síntesis, las drogas que posibilitaron a la inteligencia siria de Assad de financiar aventuras bélico-terroristas por el mundo, incluido el sostenimiento material de las facciones que combatieron durante 15 años en la guerra civil libanesa.
Actualmente, la guerra civil asola a la vecina Siria y el Valle de la Bekáa es el territorio donde ya no solo se cultiva la amapola, sino donde se producen y comercializan anfetaminas destinadas –principalmente- a los combatientes sirios y donde prospera el tráfico de armamentos.
Un presente desesperanzado
Amplias franjas de la sociedad libanesa y su presencia en las calles fueron las responsables de la caída de Saad Hariri en octubre del 2019, aunque continuó en el cargo dos meses más hasta la designación de su sucesor. No fue una contestación contra el primer ministro, fue un juicio negativo sobre la clase política y el sistema confesional.
Hariri fue reemplazado por Hassan Diab (61años), un musulmán sunita, como corresponde, que intentó disimular la influencia del Hezbollah mediante la conformación de un gobierno de “tecnócratas”. Un anzuelo que nadie picó, al punto que los Estados Unidos llegaron a amenazar con sanciones debido a la influencia del Hezbolla pro iraní en el gobierno.
Y Diab debió irse. Su “tecnocracia” no resultó tan tecnócrata sino una búsqueda “gatopardista” de cambiar algo para que nada cambie y el sistema se mantenga. Antes de hacerlo, Diab declaró la cesación de pagos, la primera en la historia del país y recurrió al Fondo Monetario Internacional (FMI).
Claro, la gota que rebalsó el vaso fue la explosión en el puerto de Beirut de un depósito que contenía 2.750 toneladas de amonio, abandonadas desde hacía ya seis años tras un decomiso por orden judicial. Saldo de la negligencia fatal: 202 muertos, 6.500 heridos y 9 desaparecidos.
Ido Diab en agosto, el presidente Aoun llamó a formar gobierno al embajador libanés en Alemania, Mustafá Adib (48 años), también musulmán sunita, con el “presunto” encargo de formar un gobierno de independientes.
Para entonces, como si la escena libanesa no estuviese colmada por sí sola, irrumpe el presidente de Francia, Emmanuel Macron, quién otorga (sic) un plazo de quince días para la formación de un gobierno no confesional.
Lo del presidente Macron fue algo, particularmente, osado. Para sus críticos, fue casi un intento imperialista, al menos de un antiguo colonizador que aún cree tener derechos.
Para sus defensores, fue una jugada ambiciosa pero saludable, una apuesta en la búsqueda de una solución para un país muy querido en Francia pese a su clase política decadente. Para muchísimos libaneses fue un soplo de aire fresco, un apoyo internacional no reclamado que los hizo sentir que no están solos en la búsqueda de una “normalización” de un estado quebrado.
¿Cuenta el presidente Macron con alguna herramienta coercitiva? En principio, no. Aunque quedó en claro que será difícil que el Líbano acceda a la más que necesaria ayuda internacional sin el buen oficio del presidente francés.
Pero, tanto el ultimátum “macronista” como las buenas intenciones del designado primer ministro Adib volaron por los aires. De aquellos 15 días del presidente Macron, ya pasaron casi 60 y el encargo de formar gobierno a Adib concluyó a finales de setiembre pasado.
¿Y ahora? Ahora, Hariri. Es decir la búsqueda de una reforma –cambio- del sistema por parte de uno de los mayores beneficiarios del propio… sistema.
Todo parece destinado a un nuevo fracaso, no obstante el nuevo primer ministro designado cuenta con algunas ventajas.
Primera: de toda la contestación social que pobló las calles de Beirut y otras ciudades no surgió ningún líder anti sistema. Ergo, no queda otra alternativa que recurrir a alguien de adentro.
Segunda: la contestación popular quedó agotada. El reciente primer aniversario de su comienzo solo juntó unos dos mil manifestantes, el uno por ciento de cuantos desfilaban al principio.
Tercera: Hariri es un enemigo del Hezbollah, algo que lo hace digerible ante los ojos occidentales, israelíes y sauditas, imprescindibles para enfrentar la bancarrota.
Si nada ocurre, una vez más, el sistema se habrá auto preservado.
Los vecinos del sur
Técnicamente, están en guerra. Desde 1948 –año de la fundación del Estado de Israel por parte de las Naciones Unidas- a la fecha, el Líbano e Israel están en guerra. Fuerzas de Naciones Unidas, sin mandato de combate, se interponen, desde el sur del Líbano, entre ambos estados.
Israel normalizó sus relaciones diplomáticas con Egipto en 1979. Hizo lo propio con Jordania, 15 años después, en 1994. Debió esperar hasta el 2020 y los buenos oficios del presidente norteamericano Donald Trump para ampliar sus vínculos con países árabes, primero con los Emiratos Árabes Unidos, luego con Bareín, y finalmente, por ahora, con Sudán.
Con el Líbano, existe una circunstancia especial. Fue la invasión israelí de 1982 con la ocupación del sur libanés y el sitio de Beirut. Consecuencias: el traslado de la Organización para la Liberación de Palestina de Beirut a Túnez, el secuestro de soldados israelíes por parte de combatientes del Hezbollah y la consecuente represalia devastadora israelí.
Pero todo eso quedó en la historia cuando de olor a gas se trata. El 14 de octubre de 2020, tras varias décadas sin hablarse, ambos países comenzaron a negociar una demarcación del espacio de 200 millas marítimas, con el objetivo de comenzar la exploración en dichas aguas reputadas como particularmente ricas en gas.
Las dos delegaciones compuestas de militares y expertos en energía se reúnen en el cuartel general de la FINUL, la fuerza expedicionaria de la ONU, bajo la tutela de… Estados Unidos.
¿Qué se discute? La soberanía sobre 860 kilómetros cuadrados en el Mar Mediterráneo. ¿Acuerdo posible? Hasta hace no mucho tiempo, no, debido a la intransigencia del Hezbollah. Ahora sí, porque la necesidad –y el Líbano está particularmente necesitado- tiene cara de hereje.
Nota Líbano
Territorio: 10.400 km2, puesto 161 sobre 247 países y territorios dependientes.
Población: 6.991.000 habitantes, puesto 106.
Densidad: 685 habitantes por km2, puesto 17.
Producto Bruto Interno: 92.759 millones de dólares, puesto 90 (a paridad de poder adquisitivo, PPA). Fuente Fondo Monetario Internacional.
Producto Bruto Interno per cápita (PPA): 19.987 dólares anuales, puesto 66.
Índice de Desarrollo Humano: 0.730, puesto 93. Fuente Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Luis Domenianni
IN/BN/rp.