viernes 29 marzo 2024

Rusia. Las tres esferas de manipulación del autoritario Vladimir Putin

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Por  Luis Domenianni

Se trata de una constante. Vladimir Putin, el todopoderoso presidente ruso, el pretendido recreador del Imperio Zarista, el virtual heredero de la Unión Soviética, el ex agente de la temida KGB -policía secreta del régimen comunista-, tensa y tensa la cuerda hasta casi agotar la paciencia de los occidentales. Entonces, recién entonces, da marcha atrás.

Acaba de ocurrir una vez más con el retiro de los 10 mil soldados rusos acantonados, fuera de sus cuarteles habituales, a un centenar de kilómetros de la frontera ruso-ucraniana. Tras un mes de “ejercicios militares” retornan a sus bases luego de sus “maniobras” en Volgogrado, Rostov, Krasnodar y la Crimea ucraniana anexada a Rusia. Todo cerca de Ucrania.

Casi como para disimular, el Ministerio de la Defensa informó que las maniobras militares ocurrieron simultáneamente en Stávropol, Astrakán, el Cáucaso norte y en Armenia, Abjasia y Osetia del Sur. Los tres últimos, territorios que no forman parte de la Federación Rusa. Armenia como país independiente y Abjasia y Osetia del Sur, ex territorios georgianos.

A nadie escapa que lo de Armenia, Abjasia y Osetia del Sur consiste en una demostración más del “imperialismo putiniano”.

Es que si, por un lado, está lo de Ucrania, por el otro hay que contabilizar la reciente guerra entre Armenia y Azerbaiyán -dos exrepúblicas soviéticas-, sin olvidar la situación de los países bálticos, la división de Moldavia, las amputaciones al territorio georgiano, y la cercanía con el autoritarismo bielorruso.

El todo forma parte, no de la política exterior del presidente Vladimir Putin, sino de su intención de reconstruir el pasado imperial ruso. Intención por él “justificada” como un asunto de seguridad ante un posible “ataque de la OTAN” (Organización del Tratado del Atlántico Norte), la alianza ofensiva-defensiva occidental que encabeza Estados Unidos.

En rigor para el presidente Putin, se trata del “patio trasero” de su Federación Rusa que, en poco y nada acepta las disidencias dentro de su propio territorio federal de las más de 160 etnias que la integran.

De ellas, seis, ademán de la rusa, superan el millón de personas. Se trata de las etnias tártara ucraniana, bashkiria, chuvashe, chechena y armenia. Los chechenos y sus dos guerras contra Rusia conforman un ejemplo permanente de la nula voluntad rusa de respetar las aspiraciones de los no rusos.

Conviene diferenciar. Para Vladimir Putin, el “patio trasero” queda incluido en su política de defensa, no de su política exterior.

En materia exterior, el presidente ruso cuenta con la alianza -no exenta de susceptibilidades- con China, con el enfrentamiento larvado con Estados Unidos, con la ambigüedad respecto de Europa, en particular de la Unión Europea (UE), con su participación en Medio Oriente al lado del dictador sirio Bashar Al-Assad y con el grupo Wagner de mercenarios.

En síntesis, una mezcla de diplomacia, militarización y paramilitarización que incluye el espacio interior, el periférico y el exterior con un objetivo no del todo claro en materia de liderazgo.

Es que si en algún momento, durante la “guerra fría” -1946/1989- Rusia o, mejor dicho, la Unión Soviética disputó con Estados Unidos la supremacía mundial, hoy solo puede aspirar a un rol secundario tras los americanos y los chinos.

Tal vez porque a los europeos, los cuartos en discordia, no les queda otro camino que alinearse, más allá de algunas veleidades autonomistas, tras los Estados Unidos, para Rusia solo cabe secundar a los chinos.

¿Es cuánto imagina Vladimir Putin? A simple vista, no parece. Pero…

La “agresiva” política exterior

La Rusia actual, ni por asomo, representa la superpotencia que hizo frente a los todopoderosos Estados Unidos durante 35 años desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída de la Unión Soviética. Pero, tampoco, puede considerarse desdeñable su capacidad de influir en la escena internacional.

Son tres los elementos principales que coadyuvan a la vigencia de Rusia, sino como potencia de primer orden, al menos solo algunos peldaños más abajo.

El primer elemento es su arsenal nuclear y balístico, inferior al de Estados Unidos, pero con enorme capacidad de daño. El disparo de un misil balístico al espacio -el 15 de noviembre de 2021- y su impacto sobre el antiguo satélite soviético en desuso Cosmos-1408 fue una demostración que sorprendió al resto del mundo.

Nunca había ocurrido. La carrera por la militarización del espacio fue una de las razones del triunfo norteamericano frente a los soviéticos. Hoy, treinta años después, lo del misil es al menos, un llamado de atención. Sin dudas, Vladimir Putin mediante.

El segundo elemento son las materias primas. En particular, el abastecimiento de gas y petróleo a la carenciada Europa, excepción hecha de Noruega y el Reino Unido, en particular Escocia.

El gobierno ruso no vacila en utilizar las materias primas como un elemento más de su política exterior. Posiblemente no tan disuasorias como el arsenal nuclear y balístico pero suficientes para atemperar los espíritus europeos más enojados con el accionar conflictivo del gobierno que ocupa el Kremlin moscovita.

Hoy por hoy, gas y petróleo rusos conforman un escudo protector que ampara al presidente Putin y le permite reducir los precios a pagar por sus aventuras en África, Medio Oriente y América Latina.

Por último, el despliegue militar convencional desde el punto de vista del armamento, pero completamente fuera de lugar para las normas internacionales que regulan la guerra. Se trata del empleo de mercenarios. El ya famoso Grupo Wagner, conformado en su casi totalidad, por exmilitares rusos.

Armamento disuasorio, materias primas anheladas y acción mercenaria, explican la presencia rusa en Siria, en República Centroafricana, en Mali, en Libia, en Venezuela. Lo suficientemente lejos de casa como para recordar al orbe que no es posible pretender ignorar a Rusia.

Obviamente, de los tres elementos, el tercero -Grupo Wagner- es negado por parte del Ejército ruso. Es decir, nadie dice que no existe o que se trata de un invento occidental. Cuánto es negada, es la vinculación con el Ministerio de Defensa, es decir, con el gobierno ruso.

En Siria, Rusia interviene con su Armada instalada en la base de Tartus sobre el Mar Mediterráneo desde donde salen los aviones navales que bombardean a los rebeldes sirios que aún combaten contra el dictador, sostenido por el presidente Putin, Bashar Al-Assad. Y hace combatir a los mercenarios Wagner, al lado de las tropas del ejército sirio.

En la guerra civil libia, los Wagner pelean junto al autoproclamado “mariscal” Kalifa Haftar que domina las regiones orientales y sureñas del país. En República Centroafricana, sostienen al presidente Faustin-Archange Touadera al frente de un Estado fallido, donde múltiples grupos para militares reinan en las distintas provincias del país.

En Mali, tras el golpe militar de agosto del 2020, resultan cada vez más audibles los rumores acerca de un eventual reemplazo por mercenarios rusos de las tropas francesas que actúan bajo el marco de la operación Barkhane. En Venezuela, los Wagner forman parte de la custodia del presidente Nicolás Maduro.

Como se puede apreciar, entre las apuestas “putinescas”, nunca, jamás, un “tiro” a favor de las democracias liberales.

La periferia “propia”

Cuando de autoritarios se trata, los discursos, las declaraciones, los gestos, las iniciativas deben ser tomados con “pinzas”. Es suicida creer “a pie juntillas” las argumentaciones que el autócrata de turno ensaya.

También en el mundo de la libertad y la democracia abundan los mentirosos. Solo que los contrapesos del sistema suelen ser lo suficiente importantes, al menos para limitar los alcances del engaño o el embuste.

Sin dudas, el uso y abuso del argumento de la seguridad, que el presidente Putin pronuncia muy a menudo, es un ejemplo acabado de manipulación de la opinión pública.

Ni Ucrania, ni Georgia, ni los países bálticos, ni Moldavia constituyen amenazas para la seguridad rusa. Sin embargo, la Rusia de Putin “destripa” a Ucrania, Georgia y Moldavia y amenaza constantemente a Estonia, Letonia y Lituania.

A Ucrania le quitó, con anexión incluida, la península de Crimea y produjo además la secesión forzada de las provincias de Donetsk y de Luhansk. A Georgia, país al que en 2008 atacó directamente, le redujo el territorio mediante las “independencias” de Abjasia y Osetia del Sur, independencias que solo reconocen, en el concierto internacional, Venezuela y Nicaragua.

También logró la reducción del territorio moldavo, mediante la secesión de Transnistria. A los bálticos, los amenaza, pero no los toca: lograron formar parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Es decir, del paraguas defensivo de los Estados Unidos y demás estados “occidentales”.

Y aquí radica el gran argumento del presidente Putin. La amenaza de la OTAN, organización a la que los damnificados citados aspiran a pertenecer.

Suelto de cuerpo, el jefe del Estado ruso, tras concentrar tropas durante un mes, cerca de la frontera ucraniana, puso condiciones para “acordar”: un compromiso de la OTAN de no alargar su lista de estados miembros y otro por parte de Estados Unidos de no extender sus instalaciones militares a los países nombrados.

Casi sin pestañar, Putin resuelve por encima de todo el mundo, más allá de cuanto deseen o decidan ucranianos, moldavos o georgianos.

La respuesta occidental es de rechazo, pero… no tanto. Y no tanto porque hace ya varios años que Ucrania y Georgia presentaron su solicitud de adhesión a la OTAN que nunca recibe una respuesta positiva.

Mientras tanto, ambas sufren pérdidas territoriales que nadie acepta… en palabras. En los hechos… la respuesta es poca y nada. Una vez más, el presidente Putin fuerza la situación y los occidentales se contentan con… un diálogo para retrotraer a la situación anterior.

Así, el mandatario ruso, sin ruborizarse, niega a diario su participación en los desmembramientos ucranianos. Asegura que se trata de asuntos internos del país.

A veces sale mal.  Recientemente, un tribunal de Rostov-del-Don (sur del país) condenó a un proveedor de alimentos del Ejército por corrupción. La sentencia afirma, varias veces, que parte de esa corrupción se llevó a cabo con las ventas a las tropas rusas estacionada en… Donetsk y Luhansk, los territorios en secesión de Ucrania.

Y por casa…

El otro eslabón de la periferia de Vladimir Putin es Bielorrusia. Aquí, las cosas son diferentes, el oficialismo ruso defiende a sus colegas bielorrusos, encabezados por el autoritario presidente Alexandr Lukashenko.

Acosado por Occidente tras su fraude electoral y su desdén por los derechos humanos, Lukashenko recurre a su no tan amigo Putin. No muy amigo porque Putin pretende unir -anexar- a Bielorrusia, pero Lukachenko sabe que, si lo permite, no tardará mucho en figurar solo en los libros de historia.

Por tanto, el autoritario Lukachenko siempre jugó en “el medio”. Pero se pasó de la raya cuando encarceló los candidatos opositores, manipuló los resultados, obligó al exilio a quienes no están de acuerdo con él y ejerció una represión feroz contra los bielorrusos que reclamaban libertad y democracia.

Más aún, cuando pretendió presionar al Occidente reciente -Polonia y los bálticos, en particular Lituania- con los inmigrantes ilegales irakíes, sirios, afganos y otros. Su “amigo” Putin no solo no lo condenó, sino que lo recibió varias veces en distintos lugares de Rusia, siempre con un trato preferencial. Algo así como las amistades autoritarias.

Desde el interior de las Rusias, propiamente dichas, emerge un manifiesto aroma a intolerancia, condimentado con técnicas estalinistas para la eliminación de opositores. El más conocido de todos, la víctima de un fallido intento de envenenamiento y, por ende, “sentenciado” en febrero pasado a 18 meses de prisión Alexei Navalny. O sea víctima culpable.

Navalny parece ser la única figura capaz de enfrentar con posibilidades al presidente Putin. Y eso, claro, resulta intolerable, para Putin y su sistema político. Con Navalny preso, con sus candidatos perseguidos, con sus organizaciones disueltas, los resultados no pudieron ser otros -y no lo fueron- que un triunfo oficialista en las legislativas de setiembre 2021.

Ante la falta de alternativa, la participación solo alcanzó al 51,72 por ciento. Y los escaños fueron repartidos entre las fuerzas “amigas”. El partido de Putin, 324 legisladores; sus amigos del Partido Comunista, 57 bancas; el partido Liberal Demócrata que de liberal no tiene nada y de demócrata casi nada -en rigor reivindica un nacionalismo de extrema derecha-, 21.

Una mitad pues del país que apoya al presidente Putin. Una mitad para quienes el discurso fuertemente “patriótico” del jefe de Estado es convincente. Un relato que yuxtapone el zarismo imperial y el comunismo soviético, ambos totalitarismos reivindicados como la “grandeza” de Rusia.

Una grandeza que ahora ya no queda limitada a la exaltación de los valores patrióticos acompañados por una prédica en idéntico sentido por parte de la Iglesia Cristiana Ortodoxa -la oficial en Rusia- sino que prohíbe la revisión histórica, aún cuando pretende esclarecer los innumerables crímenes -un verdadero genocidio- del estalinismo.

La disolución de la ONG Memorial y de su rama vinculada a la reivindicación de los derechos humanos, constituye una prueba más de la intolerancia de un régimen que promueve un relato oficial y persigue cualquier disidencia.

La principal actividad de Memorial, precisamente, consistía en investigar y sacar a la luz las atrocidades cometidas durante el estalinismo en las tres décadas de su reinado de terror, desde 1922 hasta su muerte en 1953.

A Putin no le alcanza. Por estos días, también la “oficialista” justicia rusa condenó a 15 años de prisión “por abuso sexual sobre un niño” a Iuri Dimitrev. Sin prácticamente defensa legal, la condena es considerada en los medios liberales como meramente política.

¿A qué se dedicaba Dimitrev? Pues, a investigar la represión estaliniana.

INT/ag.vfn/rp.

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