miércoles 1 mayo 2024

Turquía: posible retorno a las fuentes, a la modernidad y al Occidente.

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Por  Luis Domenianni

Cualquier similitud con otro país es pura casualidad… o no. En 2023, exactamente el 14 de mayo, serán celebradas elecciones presidenciales y legislativas en Turquía. La reelección del presidente Recep Tayyip Erdogan está en juego, tras veinte años de un “reinado” rayano en el absolutismo.

Las encuestas revelan las quejas de los ciudadanos frente a la apatía del Estado “erdoganista” para enfrentar los problemas que la sociedad padece. Particularmente, la situación económica con una inflación anualizada que alcanzó el 55,2 por ciento en febrero del 2023, la más alta de la última década medida punta a punta.

Pero, la inflación no queda como causa única del descontento turco. El manejo de la tragedia humana y material producto del sismo del 06 de febrero de 2023 considerado deficiente por la mayor parte de la población se suma a la crisis financiera que no acaba y a la falta de divisas para atender una balanza de pagos deficitaria.

No será la primera vez que las encuestas fallen, pero hasta ahora, todas muestran –semana a semana- un deterioro de la figura presidencial y de su agrupación islámica moderada, el Partido para la Justicia y el Desarrollo, AKP por sus siglas en lengua turca.

Y todas reflejan una voluntad de alternancia a tal punto que el candidato opositor Kemal Kiliçdaroglu lleva una delantera de entre tres y seis puntos y estaría en condiciones de ganar en primera vuelta.

Impensable hace dos meses, el cambio de tendencia coincidió con lo ocurrido tras el sismo. Allí quedó claro, a juicio de muchos indecisos, la incompetencia del gobierno para manejar una situación de emergencia. El temblor desnudó el personalismo del gobierno turco centrado en la acción u omisión del presidente Erdogan. Y si Erdogan no se mueve, nadie se mueve.

Si antes gran parte de la sociedad turca atribuía virtudes de eficiencia al autoritario presidente, hoy prevalece la imagen de un gobernante que solo aparece preocupado en asegurar su supervivencia al frente del país.

Le va mal a Erdogan dentro de sus fronteras y le va mal fuera de ellas. Dos semanas después del movimiento geológico, arribó a Ankara –la capital del país- el secretario de Estado de los Estados Unidos, Anthony Blinken. Nada trascendió de lo conversado con su colega turco Mevlut Çavusoglu, pero otras dos semanas después hubo consecuencias.

Fue cuando, abruptamente, Turquía cerró todos los caminos para el transporte de bienes y mercancías objeto de sanciones con destino a Rusia. Sin información, ni comunicado oficial, casi rodeado por un silencio culpable, el gobierno turco debió acceder a la demanda norteamericana formulada en voz baja.

Hasta entonces, el gobierno Erdogan hacía oídos sordos a los reclamos de sus socios en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y su comercio exterior con Rusia había aumentado desde la invasión a Ucrania en un 200 por ciento.

Fue el clásico doble juego al que siempre –hasta ahora- recurrió el escurridizo y autoritario presidente. Desde el primer día de la agresión, el gobierno turco condenó la invasión al mismo tiempo que no aplicó ninguna de las sanciones decididas por la OTAN de la que forma parte. A tal punto que en círculos diplomáticos se le atribuía un estado de “neutralidad pro rusa”.

Es más, tras prohibir el abastecimiento de combustible para aviones rusos el 14 de febrero de 2023, por intermedio del presidente de su complejo industrial-militar, el gobierno afirmó que el país no necesita los misiles rusos S-400 adquiridos en 2019 y que puede dotarse de elementos similares de fabricación nacional.

La escasez de divisas que exhibe el Banco Central turco explica en gran medida la voltereta en el aire del presidente Erdogan y de su gobierno. Hace falta dinero y no es en Moscú donde se lo puede encontrar…

Con la OTAN

La política exterior del autoritario Erdogan no pudo ser más contradictoria. En todo caso, contradictoria con los compromisos asumidos por el país como integrante de la OTAN. Fue un verdadero chantaje en materia de relaciones exteriores el que aplicó para dificultar el alargue de la organización con la incorporación de las hasta ahora neutrales Finlandia y Suecia.

La pretensión de justificar el “veto” con el amparo que Suecia brinda a unos 150 terroristas kurdos no se sostiene como causa verdadera. En primer lugar, porque desde la existencia misma de la República de Turquía tras la caída del sultanato a fines de la Primera Guerra Mundial, los kurdos son perseguidos por reclamar una patria con territorio propio.

Turquía en general y Erdogan en particular, persiguen y encarcelan a los políticos kurdos aún aquellos que resultan electos como diputados o alcaldes. Cierto es que el Estado turco y su Ejército combaten a formaciones irregulares kurdas, en particular a las guerrillas del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).

Pero, la represión es absolutamente desproporcionada. De allí que no son pocos los kurdos que piden asilo político en países como Suecia. También en Alemania donde vive la mayor parte de la diáspora turca.

La mezcla de “peras y manzanas” entre el acceso a la OTAN y la expulsión de los kurdos asilados no es otra cosa que la aplicación de un método de chantaje en la política exterior. Un esquema similar, aunque más desembozado, al que aplica el otro integrante de la organización militar: el régimen húngaro del primer ministro Viktor Orban.

La cuestión es que tanto Erdogan como Orban no se sienten cómodos bajos los valores de libertad, democracia y derechos humanos que invocan las democracias occidentales y sus aliados. Ambos ven con mayor simpatía al régimen ruso del presidente Vladimir Putin, por aquello de autoritarios con autoritarios.

Porque si con Suecia es posible inventar un justificativo –los kurdos-, para Finlandia la única argumentación válida –no reconocida, claro- era el enojo del jerarca ruso. Finlandia no cuenta con refugiados kurdos reclamados por Turquía, mucho menos por Hungría donde no existe la población kurda y, sin embargo, fueron meses de impedir el acceso de los fineses a la OTAN.

De golpe, cuando las cuentas no cierran y las encuestas muestran tendencias no deseadas, Turquía y Hungría –con horas de diferencia- aceptan, voto de los respectivos parlamentos mediante, destrabar el ingreso de Finlandia. Todo vale, salvo la seriedad.

Y también de golpe, pasados no ya de meses, sino de años de enfrentamientos con otro socio de la OTAN, las relaciones mejoran a ritmo acelerado con Grecia, después de las continuadas crisis de los inmigrantes sirios, iraquíes y afganos que Turquía hizo pasar ilegalmente al país helénico.

No sería de extrañar que, de pronto, aparezca Erdogan dando impulso a la reunificación de la isla de Chipre partida ilegalmente en dos entidades –una griega independiente y otra turca no reconocida salvo por Turquía- tras la invasión del Ejército turco a dicha isla mediterránea en 1974.

Con Rusia

La cuestión finlandesa –y aún más la sueca- generan un malestar que se tradujo en una “no invitación” a Turquía a la segunda cumbre virtual sobre la democracia en el mundo, organizada por la Casa Blanca.

Aunque la simple lectura del informe del Departamento de Estado sobre los derechos humanos deja mucho que desear en cuanto a la administración Erdogan –espionaje a ciudadanos, desapariciones, detenciones arbitrarias y hasta torturas-, no fueron las violaciones a esos derechos la causa principal que impidió la invitación.

Fue la pérdida de peso específico del Medio Oriente para la agenda internacional. La no invitación a Turquía estuvo vinculada con la geopolítica y no con los valores que Occidente representa. Además, a ojos del gobierno norteamericano, Erdogan se ha tornado imprevisible. Por eso, es preferible esperar el resultado electoral de mayo 2023.

Pero, la decepción con el presidente Erdogan no es patrimonio de Occidente. Del otro lado, del lado de los propios autoritarismos, cunde la desconfianza. A tal punto que el dictador sirio Bashar Al-Assad se da el lujo de abordar posiciones éticas para criticar cualquier atisbo de acuerdo con el autócrata turco.

Desde Moscú, Al-Assad rechazó cualquier inicio de negociación con Turquía. Dijo que “el objetivo de Erdogan es su reelección, el nuestro es la paz. Si pretende un compromiso con nosotros, debe retirar sus soldados del norte de Siria y dejar de apoyar a los terroristas”. Se refería a las facciones anti Assad vinculadas con Al Qaeda.

¿Y Putin? Bien, gracias. Solo mira, aunque Al-Assad no está en posición de decir cuánto dijo sin una “autorización” rusa y mucho menos decirlo en Moscú. Ocurre que el presidente ruso también mira las encuestas electorales de Turquía. Es obvio que prefiere esperar. Es que con sus movimientos para un lado y para el otro, Erdogan no inspira confianza a nadie.

Fácil resulta inferir entonces, el porqué de la extensión de solo 60 días del acuerdo para la exportación de cereales ucranianos firmado en julio 2022. La pretensión turca consistía en una prolongación por 180 días. La respuesta rusa es “hasta las elecciones” y solo unos días más, por si hace falta una segunda vuelta.

Para que no queden dudas, solo dos días después de la decisión rusa sobre los cereales, el vocero del Kremlin Dmitri Peskov anunciaba el retraso de la construcción de un centro gasífero en Turquía dejó de ser prioritario. Lo calificó de “proyecto demasiado complejo”.

A esta altura, la política exterior del gobierno Erdogan es un fracaso total. Ni los occidentales, ni Rusia, le tienen confianza. Las democracias y el mundo occidental ya no confían en el “aliado” turco. Y Rusia se endureció apenas comprobó que el presidente se aproximaba de Occidente.

Erdogan pretendió manipular a unos y otros, y perdió el apoyo de todos. O mejor dicho de casi todos. Resta saber que opinará el pueblo turco el 14 de mayo del 2023.

Opositores

En política cuando a uno le va mal, al de enfrente puede irle bien. Los espacios abiertos que deja la administración Erdogan deberían ser aprovechados por la oposición que encabeza el Partido Republicano del Pueblo (CHP por sus siglas en turco) y su candidato a presidente Kemal Kiliçdaroglu.

Se trata de los laicos herederos del padre de la República Turca, Mustafá Kemal conocido como “Atatürk, cuya traducción es padre o antepasado en idioma turco. Atatürk fue un mariscal de campo vencedor de los griegos en 1922 y fundador de la República laica, al estilo europeo, con el abandono de la sharia (ley islámica) reemplazada por un código civil.

La modernidad kemalista también abarcó el derecho femenino al voto, la proclamación de una Constitución, la adopción del calendario gregoriano –occidental-, la prohibición del uso del fez –sombrero masculino- y del velo femenino, y la sustitución del alfabeto árabe por el latino y día de descanso al domingo.

El gobierno de Erdogan no pudo derogar las normas kemalistas pero representó una fuerte revancha para el islam. Símbolo de ello, la reconversión en Estambul de la famosísima Iglesia de Santa Sofía en mezquita.

Al contrario del actual presidente, el candidato Kiliçdaroglu representa personalmente una “fuerza tranquila” al decir de los propios turcos. A los 74 años, es un hombre conciliador que logró unificar a la totalidad de la oposición tras su candidatura.

No fue fácil. Por un lado, sobrellevó el desafío de Meral Aksener, el líder de la derecha nacionalista, socia en la coalición opositora. Por el otro, en sus propias filas, debió acordar con las dos nuevas estrellas del CHP, los alcaldes de Ankara y de Estambul, mejor posicionados en las encuestas.

Sus allegados, invocando su figura de paz, lo llaman el “Gandhi turco”. Sus detractores, lo apelan “el viejo”. Nacido en la Anatolia –parte asiática- profunda, en la región de Dersim, con mayoría de población kurda, reivindicó un pensamiento socialdemócrata cuando accedió a la jefatura partidaria.

En su campaña electoral, el jefe opositor habla de democracia a secas, de lucha contra la corrupción, de “derecho, ley y justicia”, tres ejes suficientemente claros para diferenciarse por completo del régimen actual que gobierna Turquía.

Tranquilo pero corajudo. En 2007, Kiliçdaroglu encabezó una marcha de 450 kilómetros de Ankara a Estambul para protestar contra la condena a 25 años de prisión para uno de sus diputados por el delito de “revelación de informaciones confidenciales” a un diario opositor. Aquella vez, miles de personas marcharon junto a él.

Mostró coraje también cuando condenó el intento de golpe de Estado militar contra Erdogan en 2016 y, a la vez, condenó públicamente el “golpe de Estado civil” que representó la instauración del estado de urgencia, cinco días después, que abrió el camino para una violentísima represión y persecución de opositores.

Al coraje suma ingenio. Al menos es cuanto demuestra el afiche de campaña del candidato opositor. El eslogan de campaña es “Soy Kemal y ya llego”, con la foto de Kiliçdaroglu en primer plano. Lo novedoso no está allí, sino en el collage de fotos que aparece en segundo plano.

Se trata de una veintena de imágenes que recuerdan, en cada caso, los distintos problemas que atraviesa la Turquía. Fotos que van desde el cartel que pregunta dónde están los 128 mil millones de dólares que se esfumaron dilapidados del Banco Central entre 2019 y 2020 hasta el personal médico con barbijo que recuerda los mil profesionales que abandonaron el país.

Una foto de un joven político de extrema derecha asesinado a tiros en una calle de Ankara. Otra de un joven que cometió suicidio luego de estar encerrado contra voluntad en una residencia islámica. Siguen imágenes de una mujer con velo, de un campesino con semillas, de un padre que tiende su mano hacia su hija atrapada en los escombros del sismo reciente.

En su conjunto, apelan a cerrar el ciclo del autoritario presidente Erdogan.

INT/ag.luisdomenianni.vfn/rp.

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