viernes 26 abril 2024

Naturaleza y cultura: esos raros museos nuevos

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Por Eleonora Jaureguiberry

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Para dónde vamos? ¿Cómo queremos ir? Estas preguntas, del todo lejanas a las disquisiciones de la vida cotidiana, reciben al visitante en el Museu do Amanhā en Rio de Janeiro.

El edificio, emplazado en un muelle en la antigua zona portuaria de la ciudad y relativamente lejos de las playas por las cuales se hizo famosa, es obra del arquitecto español Santiago Calatrava. Todo en él nos remite al portento de la civilización: su diseño inclasificable, sus reminiscencias de turbina y casco naval, su fina ingeniería, su dramático emplazamiento y la sensación que provoca de barco amarrado impaciente por salir a navegar. Por dentro el edificio nos remite a lo orgánico, evitando los ángulos rectos y, en gran medida, el orden y la sucesión de los museos tradicionales.

El Museu do Amanhā se llama a sí mismo museo pero no exhibe objetos y no tiene colección. El visitante no encontrará allí obras de arte ni incunables, fósiles o textiles; tampoco hay objetos que nos recuerden gestas patrióticas o deportivas. En cambio, en la entrada recibe una tarjeta que le servirá para habilitar una serie de pantallas interactivas que conformarán un recorrido propio que además servirá al museo para seguir a su audiencia en tiempo real.

Nada prepara al visitante para lo que el Museo ofrece: una sucesión de espacios en donde el cosmos, el mundo natural y la acción humana se entrelazan, se celebran, se comprenden. No sin advertirnos que este planeta diverso y misterioso ha cambiado en 50 años más que en toda su existencia anterior, el guión se lanza sin timidez al objetivo de inundar de emoción y belleza el corazón de los visitantes.

Biología, astrofísica, estadística, antropología y sociología se entrelazan de manera fluida y clara; para ello se vale exclusivamente de dispositivos tecnológicos de excelente factura y fácil uso, aptos para todo público, y de lenguaje depurado, ingenioso y actual. En ellos la diversidad de flora y fauna, y de culturas, religiones y modos de hacer, se combinan con llamadas a la acción y con cuestionarios sobre nuestras conductas y opiniones. Este recorrido nos prepara para la sala en la cual nos toca evaluar nuestro papel en el asunto, desde la huella de carbono hasta el modo en que vemos el futuro y, por lo tanto, el papel que vamos a tener en él.

Fiel a la idea de conmover hasta el último aliento del recorrido, el museo nos despide con poesía: la Rosa de Hiroshima de Vinicius de Moraes y un fragmento del Atlas de Jorge Luis Borges. Luego avanzamos hacia la salida: allí, cual metáfora, nos espera el mar.

En el otro lado del mundo, más precisamente en Copenhague, hay un museo que a primera vista poco tiene que ver con el espectacular museo carioca: el Museo de la Felicidad. De inversión modesta, pocos metros cuadrados y circulación circunscripta a las posibilidades de una vieja casa, este espacio comparte, sin embargo, dos ideas con el Museu do Amanhã: no tiene colección, y apuesta sobre todo a la participación de los visitantes. Esta vez no hay tarjetas magnéticas para registrar su actividad; sin embargo, el museo pide a los visitantes traer su smartphone, ya que mediante la plataforma menti.com responderán preguntas y se verán envueltos en experiencias interactivas.

El Museo de la Felicidad fue fundado por un grupo de investigadores que la estudian y se preguntan qué es lo que la define. Quieren encontrar el modo de medirla y, con ello, comprender por qué hay países e individuos más felices que otros. Se presentan como “un museo pequeño de algo muy grande en la vida” (“A small museum of big things in life”).

La geografía de la felicidad (el planisferio de los países más y menos felices del mundo), la sonrisa de la Gioconda (y el debate sobre las sonrisas falsas vs. las verdaderas), y el polémico recurso de la publicidad, asociando consumos a niveles de status y de satisfacción (y, por lo tanto, de felicidad), van guiando al visitante a la reflexión sobre conductas personales y comunitarias.

El museo se hace (y nos hace) la pregunta inevitable: ¿Cuál es la fuente primaria de satisfacción? Hasta ahora los investigadores y los visitantes parecen coincidir en por lo menos tres; la primera: la intimidad con otros, disfrutando conscientemente de las cosas simples de la vida. La segunda: vivir el presente, sin arrepentirse del pasado ni dejarnos ganar por la ansiedad sobre el futuro. La tercera: vivir en una cultura en donde la confianza es el valor principal, ya que de ese modo se conforma un círculo virtuoso en el cual los individuos priorizan las necesidades del grupo porque confían en que los otros harán lo mismo. Para los argentinos, muy interesante.

¿Merecen estos espacios ser llamados museos? Cuando pensamos en ellos sin duda imaginamos pasillos y galerías llenas, objetos que nos remiten al arte, a la historia o a la ciencia. En síntesis, imaginamos grandes repositorios de la memoria y del conocimiento. El museo es un concepto que nace con el Iluminismo y se termina de gestar con el ascenso de la burguesía, el acceso generalizado a la educación y la aparición del tiempo libre. Desde entonces está asociado al acaparamiento de objetos y a su estudio. Y al capital cultural que parece derramarse sobre quienes los visitan, y al goce y la sorpresa (¿será felicidad?) de quienes aprenden o se emocionan frente a sus colecciones.

Pero los museos sobre todo son ideas; la mejor prueba es el modo en que las colecciones decimonónicas se resignifican y, de la mano de nuevas investigaciones, cuentan otras historias. Los guiones y las formas de exhibir cambian tanto como los esfuerzos para atraer nuevas audiencias. El canon no es tal: las obras olvidadas resurgen al ritmo de la producción de sentidos nuevos.

Los museos no sólo custodian artefactos y los investigan y exhiben: también amplían la experiencia humana. Son memoria, inspiración y cobijo; promueven el pensamiento crítico y el bienestar general; nos ayudan a interpretar el mundo. El Museo del Mañana y el de la Felicidad operan en este sentido: nos ayudan a pensar quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, y, por qué no, cómo queremos ir.
Eleonora Jaureguiberry
Socióloga. Gestora Cultural
CC/NB/CC/rp.




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