viernes 3 mayo 2024

A setenta años del golpe contra Mohammed Mossadegh

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Por Dr. Mariano Caucino(*)*****

Corría la tercera semana de agosto de 1953 cuando la mirada sobre los acontecimientos mundiales se posó sobre Irán (Persia). La crisis iraní derivaría en el derrocamiento del primer ministro, en un evento llamado a marcar un hito de la Administración Eisenhower.

Los hechos se sucedieron a partir de la inquietud que las nacionalizaciones del petróleo lanzadas por Mossadegh despertaron al afectar intereses occidentales y ante la posibilidad de que Irán cayera en la órbita comunista.

Se asistía entonces a uno de los momentos más álgidos de la Guerra Fría. En el lustro anterior, una serie de eventos habían alarmado al mundo libre. La rápida expansión de la influencia soviética a lo largo de Europa del Este ya se había desplegado. En China, el triunfo de Mao sobre los nacionalistas liderados por el mariscal Chiang Kai Shek había determinado que el país más poblado del mundo cayera en manos del comunismo (1949). Ese mismo año, los soviéticos habían completado su programa nuclear, privando a los EEUU del monopolio en la materia. Y en 1950 el mundo pareció asistir al inicio de una tercera guerra mundial cuando las tropas de Kim Il Sung cruzaron el paralelo 38 dando inicio a la Guerra de Corea.

Fue entonces cuando, en medio de las agitaciones del Partido Tudeh (partido de las masas) -de clara orientación socialista-, se produjo un golpe de Estado con evidente apoyo de los norteamericanos y de los británicos con el fin de destituir a Mossadegh y restaurar el poder absoluto bajo la monarquía del Shah Mohammed Reza Pahlevi.

Los hechos marcaron la decidida acción de los hermanos John Foster y Allen Dulles -secretario de Estado y titular de la CIA respectivamente- cuya influencia estaba en su esplendor. Determinando que el día 19 el Shah abandonara su fugaz exilio en Roma para ser reinstalado en el trono.

Así relató los sucesos quien era el embajador argentino, el legendario Benito Llambí: “El Sha regresó fortalecido. Como su amigo personal, concurrí al aeropuerto para recibirlo a su regreso. El Sha, a pesar del cansancio de las jornadas vividas, se encontraba exultante. Tras los saludos y felicitaciones de rigor, participé de una comida de bienvenida que esa misma noche se sirvió en palacio. A la mesa estuvimos sentados sólo catorce personas, lo cual da una idea de la intimidad que había adquirido mi vínculo con el Sha”.

Llambí sostuvo que el monarca “había superado la crisis y pasado indemne la prueba más difícil de su reinado. Como solía decir, hasta el 19 de agosto de 1953 había sido Sha por herencia dinástica. Desde ese día lo fue también por decisión popular”.

Reinstalado en el Palacio de Niavaran, el Shah se entregaría a una política autocrática pero pro-occidental. La que combinaría una decidida apertura cultural, un avance notable en los derechos de las mujeres, una cercanía con Israel y una política de modernización acelerada (“White Revolution”).

Sobre Mossadegh, por su parte, el embajador Llambí ofreció la siguiente reflexión: “Más allá de sus aciertos y errores, Mossadegh tiene el indudable mérito de haber marcado un jalón en la historia de la explotación petrolera y en la recuperación del recurso por parte de los países productores pobres”.

El embajador argentino recordó que Mossadegh “siempre dispensó un trato muy afectuoso y nunca dejó pasar la oportunidad de expresarme el extraordinario reconocimiento que tenía por el general Perón y por su obra. Con frecuencia lo destacaba como motivo de inspiración y estímulo. A su pedido, gestioné el viaje a la Argentina de su hijo, que era un médico distinguido formado en Suiza y catedrático de la facultad de Medicina de la Universidad de Teherán, que quería conocer la obra asistencial y hospitalaria del gobierno de Perón”.

Lo cierto es que el golpe contra Mossadegh quedaría marcado como un ejemplo temprano del intervencionismo norteamericano que caracterizaría a varias administraciones en el intento por detener el avance comunista durante la Guerra Fría.

Casi cincuenta años más tarde -en medio de un esfuerzo por mejorar las relaciones con Irán- la secretaria de Estado Madeleine Albright reconoció que los EEUU habían tenido un “rol significativo” en el derrocamiento de Mossadegh. Despertando críticas de los conservadores, sostuvo que el golpe había provocado un “menoscabo del desarrollo político iraní” y era “una de las causas del resentimiento de gran parte de la población con respecto a la intervención norteamericana en sus asuntos internos”.

El resto de esta historia es por todos conocida.

Hasta su derrocamiento en 1979, el Shah se convertiría en el mayor aliado norteamericano en la región. Al extremo que a comienzos de los años 70 la Administración Nixon parecía dispuesta a entregarle virtualmente todo el material militar no-nuclear que requiriera.

Para la Administración Carter, en tanto, el Shah se constituiría en una prueba temprana. A partir de la contradicción que suponía mantener el apoyo a Teherán en medio de las acusaciones por violaciones de Derechos Humanos por parte de la temida SAVAK (policía secreta).

Así, con todo, Carter se abrazaría con el Shah. Al punto que el 31 de diciembre de 1977 el matrimonio Carter celebraría la llegada del año nuevo junto al Shah y su esposa Farah Diba en Teherán. Ocasión en la que pronunciaría una frase de la que debe haberse arrepentido durante años. Cuando aseguró que Irán era una “isla de estabilidad” en medio de la región más caliente del mundo.

Una sentencia que se probaría equivocada tan solo unos meses más tarde, cuando el Shah fue finalmente obligado a partir al exilio tras el triunfo de la Revolución Islámica comandada por el Ayatola Khomeini.

Una tragedia para el mundo libre había tenido lugar. Los conservadores dirían que Carter había abandonado al mejor amigo de los EEUU. Y el país más pro-norteamericano y más amigo de Israel en Medio Oriente pasaría a ser su mayor enemigo. Hasta convertirse en la amenaza para la paz y la seguridad internacional que representa en nuestro presente.

Pero, la verdad sea dicha, el Shah también había cometido errores. Acaso afectado por el hubris que suele invadir a los poderosos, tal vez había olvidado hasta donde sus reformas seculares eran sostenibles.

Algunos memoriosos recordaron el intercambio epistolar en el que el Shah había recomendado al Rey Faisal a modernizarse, abriendo Arabia Saudita, permitiendo las escuelas mixtas, habilitando a las mujeres usar minifaldas y abrir discotecas.

Faisal había respondido: “Su Majestad, aprecio tu consejo. Pero permíteme recordarte que no eres el Shah de Francia. Tú no estás en el Eliseo. Tú estás en Irán. Y el noventa por ciento de tu población es musulmana. Por favor, nunca olvides ello”.

(*) Analista en política internacional. Ex embajador en Israel y Costa Rica.

INT/ag.marianocaucino.vfn/rp.

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