jueves 2 mayo 2024

Estados Unidos: entre la supremacía global y la grieta local

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Por Luis Domeniann *****

En todo el mundo, la política exterior norteamericana es seguida con interés, muchas veces con mezcla de preocupación. Dos son las razones que explican dicho interés. Por un lado, la economía. Por el otro, la guerra.

La economía mundial no puede prescindir de los Estados Unidos. Si a Estados Unidos le va mal, las consecuencias se sienten en todo el planeta. Claro que si le va bien no necesariamente contagian a todo el mundo, pero las posibilidades son más amplias para todos.

Cuando las cosas mejoran en el país del norte de América, el mundo desarrollado aparece como más estabilizado. Los estados de Europa, Japón, Australia, por citar solo los más importantes muestran, al menos, alivio. Lo contrario, cuando empeoran.

Pero no se trata solo de los más industrializados. Chile, Perú, Colombia, México entre los de la región. O Corea del Sur, el sudeste asiático, la India, Indonesia, desarrollan su comercio exterior con mayor amplitud.

Caso aparte es China. Hasta la pandemia del COVID, el otrora Imperio Celeste avanzaba a pasos agigantados. Aparecía como la futura nación rectora de la economía mundial. No fue así, la realidad demostró que, si bien China es fundamental, Estados Unidos es más fundamental aún.

La relación norteamericana con China no se limita al comercio. Y aquí entra la otra razón por la cual es imposible prescindir de las decisiones del gobierno de los Estados Unidos: la guerra. China no se contenta con el rol de competidor comercial. Pretende una nueva configuración internacional, donde tome la posta de la preminencia norteamericana.

Un desafío de esa naturaleza obliga a pensar en la defensa. Más que a pensar, a activar todos los mecanismos preventivos en la materia. Pasa, claro, por prohibir las exportaciones a China de materiales y componentes estratégicos. Pasa por vigilar y evitar cualquier tipo de posible espionaje electrónico. Pasa por una carrera armamentista interminable.

El gobierno norteamericano no ignora que, en el pasado, fue la carrera armamentista un factor preponderante en la caída del comunismo soviético que dio lugar a una nueva configuración internacional. No es, por tanto, extraño que, frente a China, Estados Unidos repita el mismo esquema de superioridad militar.

En el “mientras tanto” algunas cuestiones puntuales arriesgan el “statu quo” de competencia sin guerra entre ambas potencias. Taiwán es una de ellas. El Mar de la China Meridional, es otra. Y Corea del Norte, más pro rusa que pro china, es la tercera. En los tres casos, sobre todo en los dos primeros, el enfrentamiento militar aparece como latente.

El objetivo de los Estados Unidos es mantener su preeminencia mundial. Con características de libertad y democracia durante el gobierno actual del presidente Joseph Biden. Casi sin ellas, durante el gobierno anterior del ex presidente Donald Trump.

Al efecto, la estrategia de Biden consiste en profundizar la prioridad otorgada, desde la entrada en guerra de los Estados Unidos contra Japón en 1941 hasta la fecha, a la región del Pacífico.

Una estrategia que abarca alianzas ofensivas como AUKUS –Australia, Reino Unido, Estados Unidos- o defensivas como la cooperación militar de Australia y los Estados Unidos con Japón y la India.

También diplomáticas como las relaciones con las naciones del sudeste asiático, particularmente con el otrora enemigo Vietnam, hoy agresivo competidor frente a China. O los lazos con las naciones insulares del Pacífico a cuyos gobernantes el presidente Biden recibió con bombos y platillos en la Casa Blanca.

Ejemplo de ello es el reconocimiento norteamericano de la independencia de la Islas Cook y de Niue, dos muy pequeñas naciones vinculadas con Nueva Zelanda. Un reconocimiento que apunta a cerrar cualquier puerta frente a los intentos de penetración chinos, ya exitosos en el caso de las Islas Salomón.

Más allá de China

La preocupación por China hizo perder de vista otras áreas de posibles conflictos. Asoman dudas sobre la firmeza actual del apoyo a Ucrania frente a la invasión rusa debido a las reticencias presupuestarias por parte de republicanos. Una firmeza que ya defeccionó en otras oportunidades. Es así que la invasión rusa se inspira en una derivación de un conflicto anterior.

Hay que remitirse a la presidencia del demócrata Barak Obama y a su actuación en la guerra civil que aún no ha finalizado en Siria. Obama había trazado una raya divisoria en los tiempos del conflicto sirio. Su límite consistía en el empleo de armas químicas por parte del ejército del dictador Bashar Al-Assad. Si ello ocurría, intervendría.

Cierto es que, con Irak y Afganistán, el ciudadano norteamericano pagaba un precio alto en vidas de soldados y en impuestos para mantener ambas intervenciones militares. Pero, un compromiso es un compromiso y cuando no se cumple alguien toma nota para sacar ventajas.

Assad usó armas químicas en varias ocasiones y la respuesta militar de Obama no llegó. Entonces, el “padrino” de Assad tomó nota de la “debilidad” norteamericana. El “padrino” no era, no es, otro que el presidente ruso Vladimir Putin. La inacción de Obama generó la reacción de Putin quién intervino descaradamente en la guerra civil siria con bombardeos aéreos.

Siria fue el preludio de Ucrania. Putin calculó muy bien que la OTAN encabezada por Estados Unidos no intervendría sobre el terreno. De su lado, Biden aprendió la lección y se cuidó muy bien de formular promesas comprometedoras.

En todo caso, cuanto no calculó Putin fue la firmeza de la resistencia –y ahora contra ofensiva- ucraniana y del apoyo occidental en dinero y armas para la administración y el ejército del presidente Volodymyr Zelensky.

Y el autócrata ruso fue más allá. Envalentonado, penetró en África, a través de los mercenarios del Grupo Wagner. Biden confió en la ex potencia colonial, Francia, como resguardo suficiente frente al yihadismo combatiente que grupos ligados a Al Qaeda y a Estado Islámico llevan a cabo en el Sahel, la franja subsahariana africana.

Pero Francia fue la metrópoli colonial. Por tanto, transmite, para muchos africanos, una imagen y una intención imperialista. Entre esos muchos africanos, cuentan los oficiales jóvenes de las fuerzas armadas “putchistas” de Burkina Faso, Mali y Níger.

Separada Francia de la región, de aquí en más tocará a Estados Unidos –que cuenta con tropas y aviones en la zona- la decisión de hasta donde intervenir para evitar la caída de Burkina Faso, de Mali o de Níger en manos de las internacionales del terrorismo islámico.

De momento, el lugar de Francia es ocupado por los Wagner. Es decir, por Rusia. Aspecto que deberá ser tenido en cuenta a la hora de la toma de decisiones. En otras palabras, el presidente Biden deberá decidir si deja el campo libre o a Putin o al terrorismo islámico en un continente, como el africano, que nunca fue prioritario para los Estados Unidos.

Y queda el Medio Oriente donde la administración Biden exhibirá un éxito de proporciones si logra la normalización y el establecimiento de relaciones entre Israel y Arabia Saudita. El camino aparece como pavimentado. Tanto de un lado como del otro dicen avanzar hacia este objetivo. Para Estados Unidos es central: ambos son sus aliados.

Y por casa…

Falta poco más de un año para las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Y, como en cualquier democracia, cuando comienza el año previo al voto ciudadano, los políticos se activan, las ambiciones afloran y el modo electoral impera por sobre cualquier otra consideración.

Siempre puede aparecer algún “tapado” pero, a priori, todo indica que el enfrentamiento debiera oponer al presidente Joe Biden contra el ex presidente Donald Trump. No obstante, ambos deben superar no pocos inconvenientes para alcanzar primero la nominación y luego ganar la entrada a la Casa Blanca.

El presidente Joe Biden soporta un pedido de juicio político promovido por el ala “trumpista” de los legisladores republicanos. ¿Importante? No. Nadie imagina que pueda prosperar. Además, dicho procedimiento se tornó rutinario. Dos contra Trump y una contra Biden sin consecuencias marcan una frivolización de la cuestión.

Si Biden nada debe temer por ese costado, debe tomar conciencia que atesora un déficit difícil de sobrellevar. En primer término: la edad. A la fecha, Joseph Biden es el mayor –en años- presidente de la historia de los Estados Unidos. Con 80 años cumplidos supera a Ronald Reagan que dejó la Casa Blanca antes de llegar a octogenario.

Habrá que prestar de aquí en más mucha atención a la performance del presidente en cualquier acto público. Como antecedentes, varios trastabilles, algún gesto de pérdida de interés o distracción como el ocurrido durante la reunión del G20 en Hanoi, Vietnam o algún insomnio público bien pueden tirar por tierra las ambiciones presidenciales.

Junto a la edad se suma en su contra su baja popularidad. Resulta contradictorio. El presidente presenta un sólido balance legislativo, lo contrario para los republicanos. Suma una muy buena elección de medio tiempo del año 2022. Exhibe una resistencia envidiable de la economía norteamericana. Y, sin embargo…

No parece ajena a la contradicción una cuestión ideológica: el rol del Estado. Para Biden, demócrata y católico, el Estado no puede, ni debe desempeñar un mero rol subsidiario. Le fue bien durante los tiempos de pandemia. Eran pocos, por aquella época, quienes sostenían el dogma del mercado como solución de todos los males.

Pero, la pandemia pasó. Y el Estado, tan necesario en aquel momento, comenzó a dejar de serlo. La cuestión climática y medio ambiental, las medidas de aliento a la producción de energías provenientes de fuentes renovables como la “Inflation Reduction Act” que la administración impulsó, comenzaron a ser cuestionadas.

Como consecuencia de las cuatro décadas de desconfianza hacia el “big government” –desde Reagan hasta Trump- la popularidad del presidente comenzó a decaer. Según la encuestadora Gallup, perdió 18 puntos entre los independientes que, siempre, son quienes deciden la elección.

Por último, la persistencia del presidente en su reelección contradice sus dichos originales de propender a una renovación generacional de la dirigencia demócrata. No se trata de la vicepresidente Kamala Harris. No cuenta en las encuestas. Pero, sí de los gobernadores de California, Michigan (mujer) o Pennsylvania. Todos ellos menores de 55 años.

Del otro lado…

Si las cosas no están del todo claras para el presidente Biden, más oscuras se tornan aún para su archi enemigo, el ex presidente Donald Trump. Sí claro, Trump quiere volver. Pero para ello, deberá sortear tres escollos, dos de ellos no menores.

En primer término, su responsabilidad en la toma del Congreso norteamericano, protagonizada por bandas de la extrema derecha populista conocidas como “Proud Boys”, los “muchachos orgullosos”.

De momento, buena parte de quienes dirigieron aquellos disturbios cuyo objetivo era impedir la sesión del Congreso que confirmó el triunfo electoral de Joe Biden, reciben condenas de prisión que van desde los 12 hasta los 18 años.

Obvio que Trump no fue un invasor físico del Capitolio, nombre del edificio del Congreso Nacional. Pero bien puede ser considerado penalmente como culpable intelectual de los hechos. Algo que aún no fue probado pero que, salvo sus partidarios a ultranza, que no son pocos, está en el imaginario colectivo, dentro y fuera del país.

La otra cuestión que complica las aspiraciones del ex presidente es su “poco clara” relación con el fisco norteamericano. Bajo ese rubro, Trump es juzgado por haber sobrevaluado los activos de la “Trump Organization”. Es decir, por fraude fiscal.

De momento, el juez que entiende en su causa ordenó el retiro de las licencias comerciales de la organización para el Estado de Nueva York y la disolución de algunas de sus sociedades. Si la resolución es confirmada por el tribunal de alzada, el multimillonario político podrá ser obligado a ceder sus propiedades neoyorquinas. En particular, la famosa Trump Tower.

La respuesta del ex presidente es que todo se trata de un complot para perjudicarlo en su carrera por la presidencia. Si el fraude fiscal puede hacerle perder una parte importante de su patrimonio, la autoría intelectual de la invasión al Congreso atenta contra la enmienda 14 de la Constitución y puede dejarlo afuera de la carrera política.

En su sección tercera, la enmienda establece que toda persona que prestó juramento de defensa de la Constitución y participó de una rebelión queda impedido para desempeñar cualquier función oficial.

Con todo, la popularidad del magnate, devenido político, no decae. Trump encabeza cualquier encuesta sobre nominación de un candidato republicano a la presidencia. Claro que debe sortear una elección primaria y que no es imposible que se sucedan sorpresas, sobre todo en un partido republicano que corre serios riesgos de división.

Es que la convivencia entre el ala moderada –conservadora- y el ala radical –populista- es cada día más difícil. La evicción del “speaker” –el presidente de la Cámara de Representantes- Kevin McCarthy así lo demuestra.

McCarthy fue “licenciado” con los votos demócratas a los que se sumaron algunos republicanos trumpistas. McCarthy fue un moderado que creyó que podía domar el potro con concesiones para uno y otro lado. Resultado, no domó a nadie y lo echaron.

Todo parece indicar que la presidencia norteamericana no solo se dirimirá entre los candidatos de edad avanzada –a la fecha, 80 años Biden, 77 Trump- sino entre dos fracciones que dividen casi por mitades a la sociedad norteamericana. Es la grieta y de la grieta no se sale así nomás.

INT/ag.luisdomenianni.vfn/rp.

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